viernes, 31 de marzo de 2017

4 PREDICA DE CUARESMA

31 de marzo de 2017.
El predicador de la Casa Pontificia, el sacerdote capuchino Raniero Cantalamessa realizó este viernes en el Vaticano, la IV predicación de cuaresma sobre el tema ‘El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de la resurrección de Cristo’.En predicación realizada en la capilla Redemptoris Mater en el Palacio Apostólico del Vaticano, estaba presente el santo padre Francisco. El texto completo de la predicación es el siguiente

El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de la resurrección de Cristo

En las primeras dos meditaciones de Cuaresma Hemos reflexionado sobre el Espíritu Santo que nos introduce en la verdad plena sobre la persona de Cristo, proclamándolo Señor y Dios verdadero. En la última meditación hemos pasado del ser al obrar de Cristo, de su persona a su obrar, y en particular sobre el misterio de su muerte redentora. Hoy nos proponemos meditar sobre el misterio de su resurrección y la nuestra.

San Pablo atribuye abiertamente la resurrección de Jesús de la muerte a la obra del Espíritu Santo. Dice que Cristo «fue constituido Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de los muertos» (Rom 1,4). En Cristo se ha hecho realidad la gran profecía de Ezequiel sobre el Espíritu que entra en huesos secos, los resucita de sus tumbas y hace de una multitud de muertos «un ejército grande, exterminado» de resucitados a la vida y a la esperanza (cf. Ez 37,1-14).

Pero no querría proseguir mi meditación por esta línea. Hacer del Espíritu Santo el principio inspirador de toda la teología (¡la intención de la llamada teología del tercer artículo!) no significa hacer entrar a la fuerza el Espíritu Santo en toda afirmación, mencionándolo cada dos por tres. No sería de la naturaleza del Paráclito, que, como la luz, es iluminar todo quedando él mismo, por así decirlo, en la sombra, como entre bastidores. Más que hablar «del» Espíritu Santo, la teología del tercer artículo consiste en hablar «en» el Espíritu Santo, con todo lo que comporta este simple cambio de preposición.

1. La resurrección de Cristo: enfoque histórico
Digamos primero algo sobre la resurrección de Cristo como hecho «histórico». ¿Podemos definir la resurrección como un acontecimiento histórico, en el sentido común de este término, es decir, ocurrido realmente, es decir, en el sentido en que histórico se opone a mítico y legendario? Para expresarnos en los términos del debate reciente: ¿Resucitó Jesús sólo en el kerigma, es decir, en el anuncio de la Iglesia (como alguien ha afirmado siguiendo a Rudolf Bultmann), o, por el contrario, resucitó también en la realidad y en la historia? O también: ¿resucitó él, la persona de Jesús, o resucitó sólo su causa, en el sentido metafórico en el que resucitar significa sobrevivir, o el resurgimiento victorioso de una idea, tras la muerte de quien la ha propuesto?

Veamos, pues, en qué sentido se da un enfoque también histórico a la resurrección de Cristo. No porque alguien de nosotros aquí necesite ser convencido de esto, sino, como dice Lucas en el comienzo de su evangelio, «para que podamos darnos cuenta de la solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (cf. Lc 1,4) y que transmitimos a los demás.

La fe de los discípulos, salvo alguna excepción (Juan, las piadosas mujeres), no resistió la prueba de su trágico final. Con la pasión y la muerte, la oscuridad envuelve todo. Su estado de ánimo se trasluce en las palabras de los dos discípulos de Emaús: «Nosotros esperábamos que fuese él… pero ya han pasado tres días» (Lc 24,21). Estamos en un punto muerto de la fe. El caso de Jesús se considera cerrado.

Ahora —siempre en calidad de historiadores— vayamos a algún año, incluso a alguna semana después. ¿Que encontramos? Un grupo de hombres, lo mismo que estuvo junto a Jesús, el cual va repitiendo, en voz alta, que Jesús de Nazaret es él el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios; que está vivo y que vendrá a juzgar el mundo. El caso de Jesús no sólo se reabre, sino que es llevado en corto tiempo a una dimensión absoluta y universal. Aquel hombre no sólo interesa al pueblo de Israel, sino a todos los hombres de todos los tiempos. «La piedra que desecharon los constructores —dice san Pedro— se ha convertido en piedra angular» (1 Pe 2,4), es decir, principio de una nueva humanidad. De ahora en adelante, se sepa o no, no hay ningún otro nombre dado a los hombres bajo el cielo, en el cual uno se pueda salvar, sino el de Jesús de Nazaret (cf. Hch 4,12).

¿Qué ha determinado un cambio tal que los mismos hombres que antes habían negado a Jesús o habían huido, ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias y se dejan incluso encarcelar, flagelar, matar por él? Ellos nos dan, coralmente, esta respuesta: «¡Ha resucitado! ¡Le hemos visto!». El último acto que puede realizar el historiador, antes de ceder la palabra a la fe, es comprobar esa respuesta.

La resurrección es un acontecimiento histórico, en un sentido especialísimo. Está en el límite de la historia, como ese hilo que separa el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo tiempo. Con ella, la historia se abre a lo que está más allá de la historia, a la escatología. Es, pues, en cierto sentido, la ruptura de la historia y su superación, así como la creación es su comienzo. Esto hace que la resurrección sea un acontecimiento en sí mismo incapaz de ser testimoniado ni asido con nuestras categorías mentales, que están todas vinculadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y, de hecho, nadie asiste al instante en el que resucita Jesús. Nadie puede decir que ha visto resucitar a Jesús, sino que sólo lo ha visto resucitado. 

La resurrección, pues, se conoce a posteriori, a continuación. Igual que la presencia física del Verbo en María demuestra el hecho de que se ha encarnado; así, la presencia espiritual de Cristo en la comunidad, atestiguada por las apariciones, demuestra que ha resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador profano da a conocer la resurrección. Tácito, que también recuerda la muerte de «un cierto Cristo» en tiempo de Poncio Pilato1, calla sobre la resurrección. Ese acontecimiento no tenía relevancia y sentido más que para quién experimentaba sus consecuencias, en el seno de la comunidad.

¿En qué sentido, entonces, hablamos de un acercamiento histórico a la resurrección? Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección, son dos hechos: primero, la repentina e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz que resiste incluso la prueba del martirio; segundo, la explicación que de esta fe nos han dejado los interesados. Ha escrito un eminente exégeta: «En el momento decisivo, cuando Jesús fue capturado y ejecutado, los discípulos no esperaban ninguna resurrección. Ellos huyeron y dieron por terminado el caso de Jesús. Tuvo que intervenir algo que en poco tiempo, no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad completamente nueva y a la fundación de la Iglesia. Este “algo” es el núcleo histórico de la fe de Pascua»2.

Se ha observado justamente que, si se niega el carácter histórico y objetivo de la resurrección, el nacimiento de la fe y de la Iglesia se convertiría en un misterio aún más inexplicable que la resurrección misma: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en equilibrio inestable sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el acontecimiento —es decir, el dato de hecho, más el significado inherente a él— haya ocupado realmente un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento»3.

¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos captarlo en las palabras de los discípulos de Emaús. En la mañana de Pascua algunos discípulos fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, que fueron antes que ellos, «pero a él no le vieron» (cf. Lc 24,24). También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están tal como los testigos han dicho. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No basta con constatar históricamente los hechos, hay que ver al Resucitado y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe4. Quien llega corriendo desde tierra firme a la orilla del mar debe frenar de golpe; puede ir más allá con la mirada, pero no con los pies.
2. Significado apologético de la resurrección
Pasando de la historia a la fe, también cambia el modo de hablar de la resurrección. El lenguaje del Nuevo Testamento y de la liturgia de la Iglesia es asertivo, apodíctico, que no se basa en demostraciones dialécticas. «Ahora, en cambio, Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15,20), dice san Pablo. Punto y basta. Estamos aquí ahora en el plano de la fe, no ya en el de la demostración. Es lo que llamamos el kerigma. «Scimus Christum surrexisse a mortuis vere», canta la liturgia el día de Pascua: «Nosotros sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente». No sólo creemos, sino que, habiendo creído, sabemos que es así, estamos seguros de ello. La prueba más segura de la resurrección se tiene después, no antes, de haber creído, porque entonces se experimenta que Jesús está vivo.

Pero, ¿qué es la resurrección considerada desde el punto de vista de la fe? Es el testimonio de Dios en Jesucristo. Dios Padre que, en vida, ya había acreditado a Jesús de Nazaret con prodigios y signos, ahora ha puesto un sello definitivo a su reconocimiento, resucitándolo de la muerte. En el discurso de Atenas, san Pablo fórmula así la cosa: «Dios lo resucitó de entre los muertos, dando así a todos los hombres una prueba segura sobre él» (Hch 17,31). La resurrección es el potente «Sí» de Dios, su «Amén» pronunciado sobre la vida de su Hijo Jesús.

La muerte de Cristo no era, por sí misma, suficiente para testimoniar la verdad de su causa. Muchos hombres —tenemos una trágica prueba de ello en nuestros días— mueren por causas equivocadas, incluso por causas inicuas. Su muerte no ha hecho verdadera su causa; sólo ha testimoniado que ellos creían en la verdad de ella. La muerte de Cristo no es la garantía de su verdad, sino de su amor, ya que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por la persona amada» (Jn 15,13).

Sólo la resurrección constituye el sello de la autenticidad divina de Cristo. Por eso, a quien le pedía un signo, Jesús respondió: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (Jn 2,18s) y en otro lugar dice: «No se le dará a esta generación ninguna señal más que el signo de Jonás» que después de tres días en el vientre del cetáceo volvió a ver la luz (Mt 16,4). Pablo tiene razón al edificar sobre la resurrección, como sobre su fundamento, todo el edificio de la fe: «Si Cristo no hubiera resucitado, sería vana nuestra fe. Nosotros seríamos falsos testigos de Dios… seríamos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,14-15.19). Se entiende por qué san Agustín puede decir que «la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo». Que Cristo haya muerto lo creen todos, incluso los paganos, pero que hay resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no es cristiano quien no lo cree5.
3. Significado mistérico de la resurrección

Hasta aquí el significado apologético de la resurrección de Cristo, es decir, que tiende a determinar la autenticidad de la misión de Cristo y la legitimidad de su pretensión divina. A ello hay que añadir un significado muy distinto que podríamos llamar mistérico o salvífico, en lo que respecta a nosotros que creemos. La resurrección de Cristo nos afecta y es un misterio «para nosotros», porque basa la esperanza de nuestra propia resurrección de la muerte: 

«Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).

La fe en una vida ultraterrena aparece, de manera clara y explícita, sólo hacia el final del Antiguo Testamento. El segundo libro de los Macabeos constituye su testimonio más avanzado: «Después de que muramos —exclama uno de los siete hermanos asesinado bajo Antíoco— (Dios) nos resucitará a una vida nueva y eterna» (cf. 2 Mac 7,1-14). Pero esta fe no nace de repente, de la nada; se enraíza vitalmente en toda la revelación bíblica precedente, de la que representa la conclusión esperada y, por así decirlo, el fruto más maduro.

Sobre todo dos certezas empujaron a esta conclusión: la certeza de la omnipotencia de Dios y la de la insuficiencia e injusticia de la retribución terrena. Parecía cada vez más evidente —especialmente tras la experiencia del exilio— que la suerte de los buenos en este mundo es tal que, sin la esperanza de una retribución distinta de los justos después de la muerte, sería imposible no caer en la desesperación. Efectivamente, en esta vida todo ocurre del mismo modo al justo y al impío, tanto la felicidad como la desventura. El libro del Qohelet representa la expresión más lúcida de esta amarga conclusión (cf. Qo 7,15). 

El pensamiento de Jesús sobre el tema está expresado en la discusión con los saduceos sobre el caso de la mujer que había tenido siete maridos (Lc 20,27-38). Ateniéndose a la revelación bíblica más antigua, la mosaica, ellos no habían aceptado la doctrina de la resurrección de los muertos que consideraban una novedad. Refiriéndose a la ley del levirato (Deut 25: la mujer que se quedó viuda, sin hijos varones, es expuesta por el cuñado), ellos hipnotizan el caso límite de una mujer que pasó, de este modo, a través de siete maridos y al final, seguros de haber demostrado lo absurdo de la resurrección, preguntan: «Esta mujer, en la resurrección, ¿de quién va a ser mujer»?

Sin apartarse del terreno elegido por los adversarios, con pocas palabras, Jesús desvela primero dónde está el error de los saduceos y lo corrige, luego da a la fe en la resurrección su fundamentación más profunda y más convincente. Jesús se pronuncia sobre dos cosas: sobre la forma y sobre el hecho de la resurrección. En cuanto al hecho de que habrá una resurrección de los muertos, Jesús recuerda el episodio de la zarza ardiente donde Dios se proclama «Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Si Dios se proclama «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», cuando Abraham, Isaac y Jacob están muertos desde hace generaciones, y si, por otra parte, «Dios es Dios de vivos y no de los muertos», entonces quiere decir que ¡Abraham, Isaac y Jacob están vivos en alguna parte! 

Más que sobre la respuesta de Jesús a los saduceos, la fe en la resurrección se basa en el hecho de su resurrección de la muerte. «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, —exclama Pablo—, ¿cómo pueden decir algunos de entre vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? ¡Si no existe la resurrección de entre los muertos, tampoco Cristo ha resucitado! (1 Cor 15,12-13). Es absurdo pensar en un cuerpo cuya cabeza reina gloriosa en el cielo y cuyo cuerpo se marchita eternamente sobre la tierra o acabe en la nada. 

La fe cristiana en la resurrección de entre los muertos responde, por lo demás, al deseo más instintivo del corazón humano. Nosotros —dice Pablo— no queremos ser despojados de nuestro cuerpo, sino revestidos, es decir, no queremos sobrevivir sólo con una parte de nuestro ser —el alma—, sino con todo nuestro yo, alma y cuerpo; por tanto, no queremos que nuestro cuerpo mortal sea destruido, sino que «sea absorbido por la vida» y se revista, él mismo, de inmortalidad (cf. 2 Cor 5,1-5; 1 Cor 15,51-53). 

Nosotros, en esta vida, no tenemos de la vida eterna sólo una promesa: también también «sus primicias» y «arras». Nunca habría que traducir el término griego arrabôn utilizado por san Pablo a propósito del Espíritu (2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14) con «prenda» (pignus), sino sólo con arras (arra). San Agustín explicó bien la diferencia. La prenda, dice, no es el inicio del pago, sino algo que viene dado en espera del pago; una vez efectuado el pago, la prenda será reembolsada. No así las arras. No se restituyen en el momento del pago, sino que se completan. Forma parte ya del pago. «Si Dios, a través de su Espíritu, nos ha dado como arras el amor, cuando nos dé toda la realidad, ¿acaso se nos quitarán las arras? Ciertamente no, sino que completará lo que ya ha dado»6. 

Como «las primicias» anuncian la cosecha plena y son parte de ella, así las arras son parte de la plena posesión del Espíritu. Es el «Espíritu que habita en nosotros» (cf. Rom 8,11), más que la inmortalidad del alma, quien asegura, como se ve, la continuidad entre nuestra vida presente y futura. 

Sobre el modo de la resurrección, Jesús afirma, en esa misma ocasión, la condición espiritual de los resucitados: «Los que son juzgados dignos del otro mundo y de la resurrección de los muertos, no toman mujer ni marido; y tampoco pueden ya morir, porque son iguales a los ángeles y, al ser hijos de la resurrección, son hijos de Dios». 

Se ha intentado explicar el tránsito de la condición terrestre a la de resucitados con ejemplos sacados de la naturaleza: la semilla de la que brota el árbol, la naturaleza muerta en invierno y que resucita en primavera, la oruga que se transforma en mariposa. Pablo se limita a decir: «Se siembra en corrupción, resucita en la incorruptibilidad; se siembra en la miseria, resucita en la gloria; se siembra en la debilidad, resucita en potencia; se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42-44).

La verdad es que todo lo que respecta a nuestra condición en el más allá sigue siendo un misterio impenetrable; no porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque, obligados como estamos, a pensar cada cosa dentro de las categorías del tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para representárnoslo. La eternidad no es una entidad que existe separadamente y que se puede definir en sí misma, como si fuese un tiempo prolongado hasta el infinito. Ella es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es Dios! Entrar en la vida eterna significa simplemente ser admitidos, por gracia, a compartir el modo de ser de Dios. 

Todo esto no habría sido posible si la eternidad no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y gracias a él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se representa lo que le espera después de la muerte como un «ir a estar con Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un estar «con Cristo», como sus «coherederos». La vida eterna es una reunificación de los miembros con la cabeza, un hacerse «masa» con él en la gloria, después de estar unidos con él en el sufrimiento (Rom 8,17).

Una simpática historia narrada por un escritor alemán moderno nos ayuda a tener un sentido de la vida eterna más que todos los intentos de explicación racional. En un monasterio medieval vivían dos monjes unidos entre sí por una profunda amistad espiritual. Uno se llamaba Rufus y el otro Rufinus. En todo su tiempo libre no hacían otra cosa que tratar de imaginar y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial. Rufus, que era capataz, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, constelada de piedras preciosas; Rufinus que era organista, como toda resonando melodías celestes.

Al final hicieron un pacto: el que de ellos muriera primero volvería la noche siguiente, para garantizar al amigo que las cosas eran precisamente como las habían imaginado. Habría bastado una palabra. Si era como habían pensado, diría simplemente: taliter!, es decir, precisamente así; si —pero la cosa era totalmente imposible— fuera otra cosa, diría: aliter, distinto!

Una tarde, mientras estaba al órgano, el corazón de Rufino se paró. El amigo veló tembloroso toda la noche, pero nada; esperó con vigilias y ayunos durante semanas y meses, y nada. Finalmente, en el aniversario de la muerte, de noche, en un halo de luz, el amigo entra en su celda. Viendo que calla, es él quien le pregunta, seguro de la respuesta afirmativa: taliter? Es así ¿verdad? Pero el amigo sacude la cabeza en signo negativo. Desesperado, grita: aliter? ¿Es diferente? De nuevo un signo negativo con la cabeza. Y finalmente de los labios cerrados del amigo salen, como en un soplo, dos palabras: Totaliter aliter: ¡Totalmente distinto! ¡Es algo muy diverso! Rufus entiende volando que el cielo es infinitamente más de lo que habían imaginado, que no se puede describir, y poco después muere también él, por el deseo de alcanzarlo7

El hecho, naturalmente, es una leyenda, pero su contenido es al menos bíblico. «El ojo no vio ni oído oyó, ni nunca entró en el corazón de hombre lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman» (cf. 1 Cor 2,9). San Simeón, el Nuevo Teólogo, uno de los santos más queridos en la Iglesia Ortodoxa, tuvo un día una visión; estaba seguro de que había contemplado a Dios en persona y, seguro de que no podía haber nada más grande y radiante de lo que había visto, dijo: «¡Si el cielo no es más que esto, me basta!» El Señor le respondió: «Verdaderamente eres muy mezquino, si te contentas con estos bienes, porque, en relación con los bienes futuros, ellos son como un cielo pintado en papel, en comparación con el cielo verdadero»8. 

Cuando se quiere atravesar un estrecho, decía san Agustín, lo más importante no es quedarse en la orilla y aguzar la vista para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a la orilla. Y también para nosotros lo más importante no es especular sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos que nos conduce a ella. Que nuestra jornada de hoy sea un pequeño paso hacia ella9.
Raniero Cantalamessa, ofmcap

© De la traducción Pablo Cervera Barranco

1 Tácito, Anales 25.
2 Martin Dibelius, Iesus (Berlín 1966) 117.
3 Charles H. Dodd, History and the Gospel (Londres 1964) 76.
4 Cf. Søren Kierkegaard, Diario, X, 4, A, 523.
5 Cf. San Agustín, Enarr. in Psalmos, 120, 6: CCL 40,1791.
6 San Agustín, Sermones, 23, 9: CCL 41, 314.
7 H. Franck, Der Regenbogen. Siebenmalsieben Geschichten (Leipzig 1927).
8 San Simeón Nuevo Teólogo, Segunda oración de agradecimiento: SCh 113, 350.
9 San Agustín, La Trinidad IV,15,30; Confesiones, VII, 21.

Revestidos del modo de ser de Dios.

 “La verdad es que todo lo que respecta a nuestra condición en el más allá sigue siendo un misterio impenetrable; no porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque, obligados como estamos, a pensar cada cosa dentro de las categorías del tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para representárnoslo. La eternidad no es una entidad que existe separadamente y que se puede definir en sí misma, como si fuese un tiempo prolongado hasta el infinito. Ella es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es Dios! Entrar en la vida eterna significa simplemente ser admitidos, por gracia, a compartir el modo de ser de Dios. Todo esto no habría sido posible si la eternidad no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y gracias a él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se representa lo que le espera después de la muerte como un «ir a estar con Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un estar «con Cristo», como sus «coherederos»

P. Raniero Cantalamessa
4ta. predicación de Cuaresma - marzo 2017

VIA CRUCIS de sanación interior

Introducción

Señor Jesús, has aceptado por nosotros correr la suerte del grano de trigo:
Caer en tierra, morir para producir mucho fruto.
Tu Voz nos invita a seguirte
Queremos ser  guiados por Tu Amor
En nuestro proceso de grano a  trigo.


La cruz la llevas hoy conmigo y por mí
Y quieres que ahora yo, como Simón de Cirene,
lleve contigo tu cruz y acompañándote,
me ponga contigo al servicio de la redención del mundo.
Deseamos acompañarte,
Queremos recorrer tu camino con el corazón.
Líbranos del temor a la cruz,
del miedo a que se nos pueda escapar nuestra vida.

Canción: Sé como el grano de trigo!
+ En Nombre del Padre,
+ del Hijo,
+ y del Espíritu Santo. Amén
Pésame Dios mío…

PRIMERA ESTACIÓN:
JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Libro de la Sabiduría (cap. 2).
Dice el malvado:
“Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar…Él se gloría de poseer el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor…Veamos si sus palabras son verdaderas y comprobemos lo que pasará al final. Porque si el justo es hijo de Dios, él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos. Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo visitará”.

Respondemos: LÍBRANOS JESÚS.
De nuestras cobardías…
De juzgar a los demás…
De negarte en nuestras vidas…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

SEGUNDA ESTACIÓN:
JESÚS CARGA CON LA CRUZ
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Profeta Isaías (cap. 52).
“Él creció como un retoño en su presencia…
Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos Y cargaba con nuestras dolencias,
Y nosotros lo considerábamos herido por Dios y humillado”.

Respondemos: PERDÓN, SEÑOR.
Por mis pecados, que pesan sobre tus hombros…
Porque te rechazamos en nuestras vidas…
Por la indiferencia que cierra nuestros corazones…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

TERCERA ESTACIÓN.
JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Profeta Isaías (cap. 52).
“Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él Y por sus heridas fuimos sanados”.

Respondemos: ¡MISERICORDIA, SEÑOR, MISERICORDIA!
Por el pecado que aflige a toda la humanidad…
Por la sangre inocente que se derrama cada día…
Por el odio que destruye los hogares…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

CUARTA ESTACIÓN:
JESÚS SE ENCUENTRA CON SU MADRE
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Profeta Isaías (cap. 49).
“El Señor me llamó desde el seno materno, desde el vientre de mi madre pronunció mi nombre…
Él me dijo: ‘Tú eres mi Servidor, Israel,por ti yo me glorificaré’.
Pero yo dije: ‘En vano me fatigué, para nada, inútilmente, he gastado mi fuerza’.
Sin embargo mi derecho está junto al Señor y mi retribución junto a mi Dios”.

Respondemos: ¡SANA NUESTRAS HERIDAS!
Por los rechazos sufridos en la existencia cotidiana…
Porque el aborto es el más cobarde de todos los crímenes…
Por el consuelo que María significó en el camino del dolor…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

QUINTA ESTACIÓN:
EL CIRINEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

De 1° Pedro (cap. 2).
“Él no cometió pecado y nadie pudo encontrar una mentira en su boca.
Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente.
Él llevó sobre la Cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia.
Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados”.

Respondemos: ¡AYÚDANOS, JESÚS!
Porque siendo Dios, te dejaste auxiliar…
Porque siendo hombre, experimentaste la fatiga…
Porque quisiste necesitar de la ayuda del Cirineo…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

SEXTA ESTACIÓN:
LA VERÓNICA LIMPIA EL ROSTRO DE JESÚS
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Profeta Isaías (cap. 52).
“Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande.
Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él,
Porque estaba tan desfigurado
Que su aspecto no era el de un hombre
Y su apariencia no era más la de un ser humano,
Así también él asombrará a muchas naciones,
Y ante él los reyes cerrarán la boca,
Porque verán lo que nunca se les había contado
Y comprenderán algo que nunca habían oído”.

Respondemos: ¡MUÉSTRANOS TU ROSTRO!
Jesús, para que el consuelo se haga presente en los momentos de dolor…
Jesús, para que la fortaleza se haga presente en los momentos de tentación…
Jesús, para que el perdón disipe nuestros rencores y resentimientos…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

SÉPTIMA ESTACIÓN:
JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Profeta Isaías (cap. 52)
“Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros…
A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado.
Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí la falta de ellos.”

Respondemos: ¡LLÉNANOS DE TU AMOR!
En los momentos de desánimo…
En los momentos en que el sufrimiento se hace presente…
En los momentos de oscuridad en el camino de la fe…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

OCTAVA ESTACIÓN:
JESÚS CONSUELA A LAS MUJERES QUE LLORAN POR ÉL
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Salmo 22
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?…
Tú, Señor, me sacaste del seno materno, me confiaste al regazo de mi madre;
A ti fui entregado desde mi nacimiento, desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios.
No te quedes lejos, porque acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme…
Pero tú, Señor, no te quedes lejos; tú que eres mi fuerza, ven pronto a socorrerme”.

Respondemos: FORTALECE NUESTRA ESPERANZA.
Por los padres que han perdido a sus hijos…
Por quienes se esclavizan, siendo víctimas de las drogas…
Cuando perdemos las ganas de seguir viviendo…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

NOVENA ESTACIÓN:
JESÚS CAE POR TERCERA VEZ
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Profeta Isaías (cap. 52)
“Al ser maltratado se humillaba y ni siquiera abría su boca:
como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca.
Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte?
Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo.
Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca”.

Respondemos: NADA NOS PUEDE FALTAR.
Si te dejamos ser nuestro Buen Pastor…
Si tú eres el Pan de Vida…
Si tú eres la Luz del Mundo…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

DÉCIMA ESTACIÓN:
JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Salmo 22.
“Yo puedo contar todos mis huesos; ellos me miran con aire de triunfo, se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica…
Todos los confines de la tierra se acordarán y volverán al Señor; todas las familias de los pueblos se postrarán en su presencia”.

Respondemos: ¡DANOS TU GRACIA!
Para que unamos nuestras humillaciones a la humillación de tu despojo…
Para que no nos cansemos de hacer el bien…
Para que vivamos y defendamos la dignidad de todos los hombres…
V: Por tu Sangre derramada con amor.
R: ¡Sálvame, sáname Señor!

DÉCIMA PRIMERA ESTACIÓN:
JESÚS ES CRUCIFICADO
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Salmo 22.
“Soy como agua que se derrama y todos mis huesos están dislocados;
mi corazón se ha vuelto como cera y se derrite en mi interior;
mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar.
Me rodea una jauría de perros, me asalta una banda de malhechores;
taladran mis manos y mis pies y me hunden en el polvo de la muerte”.

Respondemos: CRISTO DOLIENTE, ¡CÚRANOS!
Por tu cabeza coronada de espinas…
Por las heridas de la flagelación…
Por los clavos que traspasan tus manos y tus pies…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

DÉCIMA SEGUNDA ESTACIÓN:
JESÚS MUERE EN LA CRUZ
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Salmo 36.
“Tu misericordia, Señor, llega hasta el cielo, tu fidelidad hasta las nubes.
Tu justicia es como las altas montañas, tus juicios, como un océano inmenso.
Tú socorres a los hombres y a todo viviente:¡Qué inapreciable es tu misericordia, Señor!
Por eso los hombres se refugian a la sombra de tus alas.
Se sacian con la abundancia de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias.
En ti está la fuente de la vida, y por tu luz vemos la luz”.

Respondemos: SÁNANOS POR TU CRUZ.
De toda dolencia espiritual, danos la gracia…
De todos los temores e inseguridades, danos la gracia…
De toda enfermedad física o psicológica, danos la gracia…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

DÉCIMA TERCERA ESTACIÓN:
MARÍA RECIBE EL CUERPO DE JESÚS EN SU REGAZO
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del Cantar de los Cantares 8.
“Grábame como un sello sobre tu corazón,
como un sello sobre tu brazo, porque el Amor es fuerte como la Muerte.
Sus flechas son flechas de fuego, sus llamas, llamas del Señor.
Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo.
Si alguien ofreciera toda su fortuna a cambio del amor, tan sólo conseguiría desprecio”.

Respondemos: SÉ NUESTRO CONSUELO.
En los momentos de la enfermedad, Madre de la Soledad…
En los momentos de la agonía, Madre de la Piedad…
En los momentos de la muerte de los que amamos, Madre Dolorosa…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

DÉCIMA CUARTA ESTACIÓN:
EL CUERPO DE JESÚS ES PUESTO EN UN SEPULCRO NUEVO
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

De Lamentaciones (cap. 3).
“La misericordia del Señor no se extingue ni se agota su compasión;
ellas se renuevan cada mañana, ¡qué grande es tu fidelidad!
El Señor es mi parte, dice mi alma,por eso, espero en él.
El Señor es bondadoso con los que esperan en él,con aquellos que lo buscan.
Es bueno esperar en silencio la salvación que viene del Señor”.

Respondemos: CREO SEÑOR, PERO AUMENTA MI FE.
Ante la piedra que sella tu sepulcro…
Ante las promesas de tu Resurrección…
Cuando nuestros proyectos humanos se deshacen…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.

DÉCIMA QUINTA ESTACIÓN:
JESÚS RESUCITA GLORIOSO, VENCIENDO A LA MUERTE
Guía:    Te adoramos Cristo y te Bendecimos
Pueblo: Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Del libro del Apocalipsis (cap. 22).
“El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!,
y el que escucha debe decir: ¡Ven!
Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida…
El que garantiza estas cosas afirma:
¡Sí, volveré pronto!
¡Amén!
¡Ven Señor Jesús!
Que la gracia del Señor Jesús permanezca con todos. Amén”.

Respondemos: ¡VEN JESÚS RESUCITADO!
Desde tu gloria celestial…
Desde el Amor de tu Padre…
Por la acción del Espíritu Santo…
Para disipar nuestras tinieblas…
Para cicatrizar nuestras heridas…
Para que nos sanes de nuestras dolencias…
Para que nos asistas en la aflicción…
Para que caminemos confiados hacia la Casa del Padre…

Oh, Sangre y Agua que brotaste, como Fuente de Agua Viva,
Renuévame, hoy aquí!, Renuévame.
  
Oración final:
Señor Jesucristo, que con tu Pasión y Muerte diste vida al mundo,
líbranos de todas nuestras culpas
y de toda inclinación al mal,
concédenos vivir apegados a tus Mandamientos
y jamás permitas que nos separemos de Ti.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén.