El Bautismo del Señor
En el Evangelio de hoy, el Mesías va al Jordán para ser bautizado por Juan, y nos llenamos de alegría al ver que el Espíritu Santo desciende sobre él en forma de paloma y se escucha la voz del Padre celestial, que declara: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.” Así revela el Padre la identidad de Jesús, en quien se concreta el plan divino para la salvación del género humano.
¡Qué inefable bendición el poder ser señalado como quien complace al Padre! Porque, ¿no estamos nosotros llamados también a ser, como Jesús, hijos fieles y obedientes que complacen al Padre? Sí, pero ¡es difícil! Recordemos que Cristo ha comunicado la fuerza regeneradora y purificadora del Espíritu Santo a las aguas del río, y por extensión a todas las aguas bautismales.
Si uno pregunta: “¿Por qué quiso bautizarse Jesús si era santo?” La respuesta es clara: “Cristo se bautiza no para que las aguas lo santifiquen a él, sino para que él santifique las aguas” (San Máximo de Turín).
Todo esto nos sitúa, inmerecidamente, en un plano que podríamos calificar de semejanza con la divinidad. Pero no basta con esta primera regeneración: necesitamos revivir constantemente la gracia bautismal por medio de un proceso continuo, como un “constante segundo bautismo”, que es la conversión.
El Bautismo sacramental es impactante por la manera como se manifiesta su eficacia en la persona bautizada, pero el gran reto del católico es creer aquello que ha recibido en el sacramento: no solo el perdón de los pecados, pues el bautizado queda purificado del pecado original; sino que también llega a ser, por el Bautismo, hijo de Dios, que nace a la vida espiritual y en cuyo corazón lleva la presencia del Espíritu Santo y queda sellado como perteneciente a la Iglesia.
Estas son verdades fundamentales que hemos de profesar a menudo, porque es una realidad que se cumple de manera efectiva en el Bautismo y se ratifica en la Confirmación. En efecto, todos los bautizados y confirmados hemos sido sellados con la marca indeleble de la pertenencia a Cristo Jesús, nuestro poderoso Salvador, y así pasamos a formar parte de la gran familia humana de Dios.
“Amado Jesús, gracias por hacerme hijo de Dios y miembro de tu Cuerpo místico. Gracias por salvarme y darme una vida nueva, aunque sé que no lo merezco.”Isaías 42, 1-4. 6-7
Salmo 29(28), 1-4. 9-10
fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros
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