
Es cierto que no merecemos el amor de Dios (Romanos 3, 10; Salmo 53, 1), ni podemos adquirirlo de ninguna manera. Tampoco se trata de que Dios nos ame por lo que somos, porque siempre nos ha amado, incluso cuando quizá ni siquiera nos interesábamos por su amor.
Decía el Beato Isaac, Abad del Monasterio de Stella (Siria): “El amor es sin duda la ley de Cristo”, que siempre está “amando a los que cuida y cuidando a los que ama” y explicaba que el amor a Dios no es la observancia de un estilo o principio particular de vida, ni un código de moral ni religioso; sino más bien es: “Cualquier forma de vida que fomente un más sincero amor a Dios y al prójimo, por causa de Dios, es en esa medida más aceptable a Dios, cualquiera sea su costumbre o apariencia externa. Porque el amor debe motivar toda acción y omisión, todo cambio o continuidad.”
Así es como debe ser nuestro amor a Dios y al prójimo, libre, sin límites legalistas ni de costumbres, sino esencialmente sincero. Jamás podríamos lograrlo con nuestras propias fuerzas. Amamos en la medida en que llegamos a conocer el profundo amor de Dios, como se nos presenta en los salmos: “Te he quitado la carga de los hombros…En tu angustia me llamaste, y te salvé…Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de la tierra de Egipto” (Salmo 81, 6. 7.10). No podemos negar que nuestro deber es amar a Dios y al prójimo, pero sólo podemos hacerlo si vivimos en Dios.
“Señor, Dios nuestro, que nos amaste primero, libremente y sin merecerlo nosotros, profundiza, te rogamos, tu amor en nuestro corazón para que sepamos amar como tú amas.”
2 Timoteo 2, 8-15
Salmo 25(24), 4-5. 8-10. 14
fuente: Devocionario católico La Palabra con nosotros
No hay comentarios:
Publicar un comentario