Se cree, a veces, y a lo largo de los siglos a menudo se ha creído, que haya contraposición entre una Iglesia jerárquica, gobernada por el Papa y los Obispos, y una Iglesia carismática alentada por específicos dones del Espíritu Santo.
En realidad, no es así. La Iglesia, tanto la que se ve en su jerarquía, como la que es admirada por determinados carismas, son aspectos complementarios de una única Iglesia.
Cristo, en efecto, fundó su Iglesia sobre los Apóstoles y los Profetas (cf. Ef. 2, 20); y una Iglesia solamente jerárquica no es la que Él pensó, ni tampoco lo es la que llaman carismática. Jerarquía y carismas, más bien son obra del mismo Espíritu, del único Espíritu: el Espíritu Santo, y están ahí para vivificar la única Iglesia.
Al enumerar los diversos carismas, Pablo comienza así: «Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas...» (1 Cor 12, 28); que en los siglos futuros, equivaldría a decir: A unos puso Dios en primer grado, y son los Papas y los Obispos; a otros en segundo lugar, como son algunas personas carismáticas.
Haciendo una comparación muy aproximativa podemos decir que concebir la Iglesia sin el carisma de los Apóstoles, sería como concebir un árbol casi exclusivamente con hojas, flores y frutos, sin tronco ni ramas.
Tanto la jerarquía como los profetas están al servicio de la Iglesia, pero si bien manifiestan de modo diverso este servicio, ambos han sido suscitados por el Espíritu Santo y dotados de carismas para edificarla.
Los carismas de la jerarquía, que el Espíritu Santo dona regularmente a través de la sucesión apostólica, sirven para guiar, instruir, santificar la Iglesia. Aquellos de los profetas, que el Espíritu Santo –soplando donde quiere– otorga cuando le parece bien con divina y amorosa fantasía, sirven para renovarla, embellecerla, fortalecerla como Esposa de Cristo. En efecto, la Iglesia brilla más como Esposa de Cristo por estos carismas de los profetas.
Y si, por obra del Espíritu Santo, Jesús es el Verbo de Dios hecho carne, también la Iglesia –siempre por obra del Espíritu Santo a través de estos extraordinarios dones suyos– se muestra con mayor evidencia como un Evangelio encarnado.
El Espíritu la enriquece con carismas «menores» (dones de curación, de asistencia, de lenguas…); pero además por medio de instrumentos suyos, hace florecer en todas las épocas y también hoy, Movimientos espirituales, Órdenes, Congregaciones, familias religiosas de todo tipo. Y cada familia u Orden, cada Movimiento o Congregación, si se observan bien, no son otra cosa más que –pase la palabra– la «encarnación», por medio del Espíritu, de una palabra de Jesús, de una actitud suya, de un acontecimiento de su vida, de un determinado dolor suyo…
En la Iglesia están las Órdenes franciscanas que siguen predicando en el mundo, aún con su sola existencia, la palabra de Jesús: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». Están los dominicos que, contemplando al Logos, al Verbo, explican y defienden la Verdad. Los jesuitas subrayan la violencia evangélica: agere contra. Los monjes, que asocian la contemplación y el trabajo. Los carmelitas que adoran a Dios en el Tabor, dispuestos a bajar para predicar y afrontar la muerte. En el jardín de la Iglesia, en los parterres de San Vicente de Paúl o de San Camilo de Lelis, y en muchas otras Órdenes, Congregaciones, institutos de caridad, se abren todas las flores de la compasión cristiana y se repite la intervención del Buen Samaritano.
Santa Catalina y sus seguidores braman el poder de la sangre de Cristo; Santa Margarita María Alacoque, la ternura de Su Corazón; los pasionistas y las adoratrices de la Preciosísima Sangre no dejan de meditar en el precio de nuestra redención.
Las monjas de Belén, de Nazaret, de Betania… son expresiones concretas de un momento de la vida de Jesús.
Santa Teresita y los seguidores de su Pequeño Camino parecen eternizar la palabra: «Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos».
Las congregaciones que han surgido para ofrecerle siempre a la Iglesia nuevos misioneros, realizan el precepto de Jesús: «Id y predicad a todas las gentes»...
En resumen, la Iglesia se muestra –por la aportación de estos valiosos carismas– como un majestuoso Cristo que se extiende a través de los siglos. Y por los numerosos miembros de las diferentes familias religiosas difundidas a menudo en los cinco Continentes, aparece como un Cristo que se extiende en el espacio.
Si en la Anunciación la Virgen concibió en su seno al Verbo de Dios por obra del Espíritu Santo, también por obra del Espíritu Santo se encarna espiritualmente en el alma de los fundadores de las diferentes familias religiosas, una palabra de Cristo, una expresión suya. Y los fundadores son, de tiempo en tiempo, un mensaje que Dios dirige al mundo, generalmente como remedio a los males que lo afligen, para las necesidades que lo oprimen.
También nuestro tiempo tiene sus Movimientos y sus familias religiosas. Son también ellos una Palabra que Dios ofrece a la época moderna.
Pero ya que ésta se ve afligida por la desunión entre las generaciones, entre las razas, entre los pueblos; ya que se manifiesta especialmente sensible a la división de las Iglesias; ya que este tiempo gime ante el íncubo de una catástrofe nuclear por la desconfianza mutua entre las naciones, por el desamor, por el odio, por las guerras en acto, por las continuas tensiones, una de las palabras que Dios grita a través de más de un Movimiento es: comunión, comunidad, unidad.
En nuestros días parece que el Espíritu Santo, siguiendo la onda del Concilio y como una actuación del mismo, quiera ver la Iglesia más unida. Parece que ya no le baste un Cristianismo vivido demasiado individualmente; quiere que los cristianos vivan con más perfección su ser uno, ser comunidad, ser Iglesia.
Aparecen entonces Movimientos eclesiales que, en perfecta y cordial unidad con la jerarquía que Jesús puso como primer pilar de la Iglesia, atraen con sus espiritualidades modernas y fuertes a personas de ambos sexos, de todas las edades, de todas las vocaciones: vírgenes y casados, sacerdotes y laicos, religiosos y religiosas…
Vemos así brillar de nuevo y con mayor intensidad la vocación fundamental, la súper-vocación del cristiano: el amor, ese amor recíproco que genera comunión, que tiene como efecto la unidad, que construye la comunidad; ese amor mutuo en el que todos los hombres, creados a imagen de Dios Uno y Trino, se reencuentran, y las familias religiosas reencuentran la raíz de su específica vocación, con la posibilidad de renovación y nuevo empuje. En efecto: pobreza, obediencia y castidad, obras de misericordia de todo tipo, predicación, estudio o cualquier otra actividad, así como toda actitud del cristiano y del religioso mismo, no obstante que estén dirigidas al bien, encuentran su plena fecundidad sólo en el amor. Con este contenido y por esta razón, los padres o madres fundadores han instituido los Movimientos espirituales.
Y gracias al Espíritu Santo y a sus nuevos carismas, todos forman una cosa sola –ocupen el lugar que ocupen en la Iglesia y en el mundo–, habitan una única casa, viven en una sola familia: en esa realidad que es la Iglesia. Ella debe y puede responder a las exigencias angustiantes y urgentes del mundo contemporáneo siendo, ante todo, Cuerpo de Cristo.
Alabemos y seamos agradecidos al Espíritu Santo por todo lo que obra también hoy a través de estos carismas y de todos aquellos que no han sido aquí directamente mencionados. Que a través de ellos, Él pueda dejar de ser, cada vez más, para los hombres de nuestro tiempo, el «Dios Desconocido».
“Nuova Umanità”, VI, (Marzo-Abril 1984) pág. 3-6