Evangelio según San Mateo 8,1-4
Cuando Jesús bajó de la montaña, lo siguió una gran multitud.
Entonces un leproso fue a postrarse ante él y le dijo: "Señor, si quieres, puedes purificarme".
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Lo quiero, queda purificado". Y al instante quedó purificado de su lepra.
Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio".
RESONAR DE LA PALABRA
EL RETO DE ACERCARSE Y TOCAR
«Un leproso se acercó a Jesús». Es sabido que en el tiempo de Jesús ser leproso significaba ser un excluido, alguien que no tenía derecho ni debía estar donde estaba la gente, tenían que mantenerse fuera de las ciudades, y por supuesto fuera de «la ciudad» (Jerusalem con su Santo Templo). Carecían de cualquier contacto humano: ni caricias, ni abrazos, ni gestos de cariño o de cercanía... (seguramente ahora que casi no podemos tocarnos, ni abrazarnos, ni darnos un beso... lo comprendemos mucho mejor). Ninguna ayuda recibían (más allá de alguna limosna) para sobrellevar su desgracia: una inmensa soledad. Tenían que avisar de su presencia, dando voces, o con alguna campanilla, para que todos se apartaran a su paso y pudieran ponerse «a salvo». Habían dejado de ser tratados como «personas». También tenían vetada su relación con Dios, estaban «dejados de su mano», ya que esa enfermedad de la piel se considerada un signo de la corrupción interior, del pecado, un castigo divino.
Y así es como él se siente este leproso que se atreve a acercarse a Jesús: sucio, necesitado de ser limpiado. La religión no quería saber nada de ellos, los mantenía al margen. Esto es lo que enseñaba la Sinagoga, la ley de Dios. Ya no se trataba de un «cuidado» o prevención por riesgos de salud . Era una condena en toda regla.
¿No ocurre también hoy que se hace sentir culpable a las víctimas de algunas desgracias, o se «justifica» que estén en esa situación: «es que es un borracho, o un vago», es que ha mantenido prácticas sexuales prohibidas (SIDA). Algunas víctimas de abusos han explicado que les hicieron sentir avergonzadas y culpables por parte de sus maltratadores, etc.
No es tan infrecuente que, en el plano personal, social e incluso religioso, nos apartemos de ciertos individuos (¡personas e hijos de Dios!) porque nos resultan incómodos, porque no están en «orden» con la ley de Dios (o de la Iglesia), porque es arriesgado tener contacto con ellos, porque están sucios, porque nos pueden meter en problemas, por su condición sexual o por su color/nacionalidad, porque este asunto les compete a otros, porque....
Si nos reconocemos creyentes, estaríamos mostrando con los hechos y actitudes en qué Dios creemos realmente: un Dios excluyente, marginador, que condena, que los abandona a su suerte, que no merecen su amor... Y claro, tampoco el nuestro.
Sin embargo, este leproso no quiere seguir así, y por sí mismo no tiene nada que hacer. Pero intuye que Jesús sí que puede hacer algo por él... Total ¡que se salta todas las normas religiosas y sociales, para acercarse a él y solicitar su ayuda! No sólo eso, sino que compromete a Jesús: pues el que entra en contacto con un leproso (al margen de que pueda contagiarse), queda a su vez también «impuro».
Jesús, sin embargo, no se enfada, ni le riñe, ni se aparta de él. Y lo primero que hace es extender la mano y «tocarle». Empieza por restablecer el contacto humano. Primero físico, y luego de palabra. «Quiero».
+ Quiero que no percibas a Dios como alguien que te excluye ni te deja solo.
+ Quiero que sepas que el Reino también es para ti.
+ Quiero que te veas con derecho a formar parte de la comunidad humana.
+ Quiero que les conste a los sacerdotes que el proyecto y la voluntad de Dios es sanar, acoger, incorporar, incluir.
+ Quiero que la Ley de Dios (= Dios) deje de usarse como instrumento de marginación.
+ Quiero, al tocarte y hablar contigo, que te reconozcas como persona, y quedes sanado por dentro y por fuera.
+ Quiero tocarte... aunque eso signifique que quedar yo «tocado», excluido, manchado, «impuro» y ya no pueda entrar abiertamente en ningún pueblo...
Acercarse a los que están mal, a los que lo pasan mal, a los que no se valoran a sí mismos, a los que están «corrompidos» por dentro o por fuera, aun a riesgo de que nuestro prestigio, nuestra salud, nuestras ventajas... queden «tocadas»... es tarea de los discípulos de Jesús, de la Iglesia entera. Ir a los que no tienen papeles, a los que están desahuciados, a los parados de larga duración, a los que no tienen preparación para conseguir trabajo, o no tienen salud, o no viven conforme a la moral cristiana, o les faltan los «papeles», o...
Ha escrito el Papa Francisco:
El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor… La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar.
Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, «inició y completa nuestra fe» (Hb 12,2).
Encíclica “Lumen fidei / La Luz de la fe”, § 56-57
Este Evangelio es una invitación a mancharnos, a conocer de primera mano el dolor y la frustración de tantos. Quizá muchos ya no se nos acerquen, o quizá sí: Pero de una manera o de otra, nos están diciendo: «Si quieres... puedes limpiarme». Tal vez no podamos realmente limpiarle, pero que al menos cuenten con una presencia que acompaña, con una lámpara que les ayude a caminar. Que no se queden solos.
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA