Hace
un tiempo atrás pasé por una dificultad que me humilló bastante. Al encontrar
que la situación era injusta, me endurecí. No vertí una sola lágrima siquiera.
No me permití llorar delante de las personas que me enfrentaban ni aún después de
largo tiempo. Lo confieso: ¡cuánto mal me hizo aquello! Era como si me hubiese
intoxicado con todos aquellos sentimientos ruines que no permití que las
lágrimas purificasen. Demoré años en purgar aquel disgusto y poner fin a aquella
angustia que me había herido. Para los otros, fue una victoria haberme
mantenido rígido, de pie, sin dar señales de aparente fragilidad.
Antes,
yo hubiese llorado y me hubiese dejado tocar por el dolor y por el sufrimiento.
Ciertamente,
habría superado todo aquello mucho más rápido. Solamente cuando acepté lo que
me sucedió, y lloré mi dolor, Dios pudo curarme.
Hace
tiempo encontré una señora en Río de Janeiro. Era una madre en búsqueda de su
hijo. Secuestraron al joven a la vista de todos. Pero nadie osaba testimoniar. Ya
habían pasado seis años desde que él fue llevado. Ella ciertamente sabía que su
hijo ya no vivía más. ¿Qué hacer en una situación sobre esa? ¿Qué decir? No hay
qué decir. La abracé. Lloramos juntos. Es necesario llorar las muertes de las
personas que amamos. Es necesario llorar su partida. No por causa de ellas,
sino por nuestra causa, nosotros lo necesitamos.
En
el don de lágrimas se cumple la promesa de Jesús: “Yo los aliviaré y daré descanso
a sus corazones” (cfr. Mt 11,28-29) El llanto desata el nudo en la
garganta, desaprieta el alma y suaviza el dolor. Las lágrimas curan nuestros
dolores y transforman la salud de la persona que se fue con la certeza de que
vamos a reencontrarla. Solo el Espíritu Santo tiene el poder de transformar la
salud en esperanza.
Cuando
estamos impedidos de hacer cualquier cosa, cuando estamos impotentes, y no podemos
pagar la deuda que creció descontroladamente, cuando no conseguimos convencer a
aquella persona de volver a casa o cuando el resultado de los exámenes revela
que la dolencia es incurable, las lágrimas se vuelven nuestro único recurso
para aguantar el peso del dolor y la dureza del sufrimiento.
Dios,
que está siempre atento y que de nosotros nunca quita los ojos, dice: “Oí tu
oración, y vi tus lágrimas. Por eso voy a curarte” (II Reyes 20,5)
No
tengamos dudas: Él viene a nosotros y nos ayuda.
En
el don de lágrimas, Dios nos libera, alivia nuestro dolor y nos cura. Cuando aceptamos
el dolor y el sufrimiento, tomamos
posesión de él, el se vuelve nosotros, y solo así podemos ofrecerlo a Dios.
Entonces, el padre de los Cielos como un habilidoso escultor, va disolviendo en
nuestras lágrimas el barro de nuestras miserias, dolores y desgracias para hacer
de todo eso una realidad nueva.
Hay
un nuevo comienzo, y así la propia vida se renueva todas las veces que cayendo
de rodillas en oración, rasgamos el corazón delante del Señor.
Márcio
Mendes
Libro:
“O dom das lágrimas”
Editora:
Canção Nova.
Adaptación
Del original en português
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