lunes, 10 de octubre de 2016

Meditación: Lucas 11, 29-32


En el Antiguo Testamento leemos la historia del profeta Jonás, que fue enviado a predicar el arrepentimiento a los habitantes de Nínive, ciudad situada en el actual territorio de Irak.

Curiosamente, pese a ser paganos, los ninivitas temieron a Dios y creyeron en las palabras del profeta.

Cuando el rey de Nínive les ordenó apartarse de su vida de pecado y maldad (v. Jonás 3,1-10), la esperanza de que Dios tuviera piedad de ellos y no los castigara los llevó a un profundo arrepentimiento.

Siglos después vino Jesús a su propio pueblo de Israel anunciando un mensaje de arrepentimiento y salvación, pero muchos de sus oyentes tenían el corazón duro y lo rechazaron. Exigían milagros como prueba de que Cristo era en realidad un enviado de Dios, aunque de hecho no habían reconocido la “señal” que ya estaba presente en su medio: el propio Jesús. Dolido por la necedad y la incredulidad de la gente, Cristo dijo a sus oyentes que “los de Nínive se levantarán en el día del juicio, cuando se juzgue a la gente de este tiempo y la condenarán.”

¿Por qué una sentencia tan severa? Los ninivitas habían cambiado de conducta ante la predicación de Jonás, que era un extraño para ellos; en el caso de los judíos, uno más grande que Jonás había surgido de su propio pueblo y lo rechazaban. Jesús les recordaba a sus oyentes que la reina del Sur había viajado desde lejos para escuchar la sabiduría de Salomón y sin embargo él, que estaba entre ellos, era “mayor que Salomón.” Mucho le dolía que su propia gente no lo reconociera ni aceptara la veracidad de sus palabras.

Jesús viene hoy a nosotros con el mismo mensaje de salvación, y nos ofrece libertad del pecado y sabiduría para la vida, ¡con tal que creamos! Ahora bien, en lugar de buscar señales milagrosas o cerrar el corazón, respondamos con docilidad a la gracia de Dios y arrepintámonos de nuestros pecados.

Pidámosle al Espíritu Santo que nos transforme y nos renueve cada día. Encomendémonos a Cristo para que nos conceda su sabiduría, siempre disponible en las palabras de la Escritura, para saber llevar una vida recta y sana.
“Cristo mío, no permitas que yo endurezca mi corazón. Ayúdame, Señor, a aceptar humildemente tu llamada y entrar en la plenitud del gozo y la libertad del arrepentimiento. Jesús, quiero aceptar tus sabias palabras hoy y siempre.”
Gálatas 4, 22-24. 26-27. 31—5, 1
Salmo 113(112), 1-7

fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros

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