En el Evangelio de hoy vemos que los fariseos trataban de ser fieles a Dios, pero se afanaban más por cumplir los rituales de la ley que por demostrar amor y compasión.
Citando al profeta Isaías, Jesús les reprochó el error que cometían al poner la ley por encima de la voluntad de Dios: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres” (Marcos 7, 6-8; v. Isaías 29, 13).
Resulta fácil juzgar a los fariseos, pero hay que recordar que cada uno de nosotros también debemos responder a la pregunta: ¿Quién es Jesucristo para mí? Cuando tratamos de contestar, a menudo descubrimos que tenemos la misma estrechez de mente que cegaba a los fariseos. ¿Acaso no sucede con frecuencia que tomamos decisiones según nuestro propio parecer, siguiendo los criterios del mundo antes que la voluntad de Dios? ¿Cuántas veces pasamos por alto lo que el Señor nos dice en la Escritura y preferimos seguir viviendo sin renunciar a nuestros propios hábitos y razonamientos de siempre? Ojalá reconozcamos de corazón que Jesús es el Mesías de Dios y así lo demuestre nuestra conducta y se vea en las decisiones que tomamos.
En una catequesis sobre Jesucristo pronunciada en 1987, San Juan Pablo II dijo:
“En torno a Cristo vemos muchas veces pulular, incluso entre los cristianos, las sombras de la ignorancia, o las aún más penosas de los malentendidos, y a veces también de la infidelidad. Siempre está presente el riesgo de recurrir al ‘Evangelio de Jesús’ sin conocer verdaderamente su grandeza y su radicalidad y sin vivir lo que se afirma con palabras. Cuántos hay que reducen el Evangelio a su medida y se hacen un Jesús más cómodo, negando su divinidad trascendente, o diluyendo su real e histórica humanidad, e incluso manipulando la integridad de su mensaje, especialmente si no se tiene en cuenta ni el sacrificio de la cruz, que domina su vida y su doctrina, ni la Iglesia que él instituyó como su ‘sacramento’ en la historia.”
“Amado Espíritu Santo, enséñame a reconocer los conceptos que me impiden conocer al verdadero Jesús, el Santo de Dios, y concédeme tu fuerza para que yo viva según la fe que profeso.”Génesis 1, 20—2, 4
Salmo 8, 4-9
fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros
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