Evangelio según San Juan 4,43-54.
Jesús partió hacia Galilea. El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta. Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo. Jesús le dijo: "Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen". El funcionario le respondió: "Señor, baja antes que mi hijo se muera". "Vuelve a tu casa, tu hijo vive", le dijo Jesús. El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y leanunciaron que su hijo vivía. El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. "Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre", le respondieron. El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: "Tu hijo vive". Y entonces creyó él y toda su familia. Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.
Hermanas y hermanos! ¡Paz y bien!
“Te ensalzaré, Señor, porque me has librado” (Sal 29)
En el salmo que rezamos en la liturgia de hoy, vida y muerte, llanto y gozo, estabilidad y caída se reiteran. Sabemos, por doquier, que nuestra vida es campo de batalla entre estas antípodas, entre la muerte y la vida, entre la felicidad y la tristeza, entre el bien y el mal. En un instante nuestra existencia puede pasar del llanto a la risa, de la oscuridad a la luz, del descenso al ascenso, sin que tengamos el control de ella. Es en esta encrucijada donde la confianza del creyente emerge con fuerza, pues si “por la tarde” nos visitan las lágrimas, podemos esperar gritos de júbilo “por la mañana”. A los ojos de la fe ningún mal es invencible, ninguna enfermedad es incurable, ninguna noche es eterna.
La experiencia del poeta le permite afirmar que Dios es capaz de cambiar en danza el lamento, en vestido de fiesta el sayal. ¿No es esta también nuestra experiencia? La vida de dolor, de sufrimiento, incluso de muerte, es capaz de encontrar en Dios la fuerza necesaria para seguir adelante.
Esta fue también la experiencia del Evangelio de hoy, de aquel funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo. En medio de su impotencia ante la enfermedad “se enteró de que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue a él y le rogaba que bajase”. Hay dos movimientos: Jesús viene al encuentro de su pueblo en la figura de aquel padre, el padre va al encuentro de Jesús. En su encuentro con Jesús un acto de fe suena con toda fuerza: la súplica para que Jesús bajase a curar a su hijo. Sin embargo, Jesús no baja al lugar del enfermo; simplemente le comunica al padre que su hijo vive. El padre no necesitó signos extraordinarios. Le bastó la palabra y la fe. Se fio de la palabra de Jesús, se dejó guiar por su fe y, al regresar a su casa, encontró a su hijo vivo.
Podemos decir que fue la experiencia de dolor que le permitió a aquel padre hacer una verdadera experiencia de salvación/sanación. Encontró al Salvador en el sufrimiento. También nosotros, cuando la vida parece llevarnos “a la fosa” (Sl 19,4), miramos al Señor que baja a nuestro encuentro y le decimos “¡Escucha, Yahvé, ten piedad de mí! ¡Sé tú, Yahvé, mi auxilio!”. Con eso, hacemos nuestra la experiencia del salmista y actualizamos aquel encuentro entre la palabra suplicante y la Palabra que da la vida.
Vuestro hermano en la fe,
Eguione Nogueira, cmf
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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