martes, 10 de julio de 2012

El Anhelo de la Soledad


Ron Rolheiser (Trad. Julia Hinojosa)

fuente: Ciudad Redonda
Hace ochocientos años, el poeta, Rumí escribió: Lo que quiero es saltar fuera de esta personalidad y después sentarme aparte.  He vivido demasiado tiempo en donde puedo estar accesible.
Acaso no es esto cierto para todos nosotros, ¡especialmente hoy en día!  Nuestras vidas son a menudo como una maleta sobrecargada. 
Parece como si siempre estuvieramos ocupados, siempre bajo presión, siempre hay una llamada, un mensaje de texto, un email, una visita, y una tarea atrasada.  Estamos siempre ansiosos por lo que todavía hemos dejado sin hacer, por a quién hemos decepcionado, por las expectativas no satisfechas.
Más aún, en el fondo, estamos siempre accesibles.  No tenemos una Isla tranquila a donde escaparnos, ni un refugio solitario.  Siempre estamos accesibles.  La mitad del mundo tiene nuestro número de contacto y sentimos la presión de estar al alcance de los demás todo el tiempo.  Por lo que a menudo nos sentimos como si estuviéramos subidos a una cinta de correr de la que nos quisiéramos bajar. Y dentro de toda esa ocupación, presión, ruido, y cansancio, anhelamos la soledad, anhelamos una isla tranquila, pacífica donde toda la presión y el ruido se detengan y  nos podamos sentar simplemente a descansar.
Es un anhelo sano. Es nuestra alma que nos habla.  De la misma manera que nuestro cuerpo, nuestra alma también sigue tratando de decirnos lo que necesita.  Nuestra alma tiene necesidad de soledad.  Sin embargo, la soledad no es fácil de encontrar.  ¿Por qué?
La soledad es esquiva y necesita encontrarnos en lugar de que nosotros la encontremos. Tendemos a tener una imagen ingenua de la soledad como si fuera algo en lo que nos podemos “empapar” así como nos empaparíamos en un baño con agua tibia.  Tendemos a tener la siguiente  imagen de la soledad: Estamos ocupados, presionados, y cansados.  Finalmente tenemos la oportunidad de escabullirnos un fin de semana.  Alquilamos una cabaña completa con chimenea, en un aislado bosque.  Empaquetamos algo de comida, algo de vino, y alguna música suave y nos resistimos a empaquetar los teléfonos, iPads, u ordenadores portátiles.  Este será un fin de semana tranquilo, un tiempo para tomar vino al lado de la chimenea, y para escuchar a los pájaros cantar, un tiempo de soledad.
Sin embargo, la soledad no puede ser programada tan fácilmente. Podemos establecer todas las condiciones óptimas, más eso no es garantía de que la vayamos a encontrar.  Nos tiene que encontrar, ó, más precisamente, algo dentro de nosotros tiene que estar despierto a su presencia.  Permítanme compartir una experiencia personal:
Hace algunos años, cuando estaba aún enseñando teología en una universidad, hice preparé las cosas para pasar dos meses del verano viviendo en un monasterio trapense.  Estaba buscando soledad, tratando de desacelerar mi vida. Acababa de terminar un semestre de mucha presión, enseñando, haciendo trabajo de formación, dando pláticas y seminarios, y tratando de escribir algo.  Tenía una fantasía casi deliciosa de lo yo que iba a encontrar en el monasterio.  Tendría dos maravillosos meses de soledad: encendería la chimenea en la casa de visitas y ahí me sentaría tranquilo.  Me gustaría dar un paseo tranquilo en el bosque detrás del monasterio.  Me sentaría afuera en una mecedora al lado de un pequeño lago dentro de la finca propiedad  a fumar mi pipa.  Disfrutaría de la comida sana, comiendo en silencio mientras escucharía a un monje leer en voz alta un libro espiritual, y, mejor que todo, me uniría a los monjes en sus oraciones – cantando el oficio en el coro, celebrando la Eucaristía, y sentándome con ellos en meditación en silencio en su tranquila capilla.
Llegué al monasterio a media tarde, deshice las maletas de prisa, y me dediqué de inmediato a hacer estas cosas. Para la última hora de la tarde ya había hecho todo, como la hierva que ha estado esperando para ser cortada: ya había encendido el fuego y me había sentado junto a él.  Había dado la caminata por el bosque, fumado mi pipa en la mecedora al lado del lago, me había unido al coro de los monjes en el rezo de vísperas, después me había sentado en meditación con ellos por media hora, comido en silencio una cena saludable, y después me uní a ellos a entonar canciones.  Para la hora de dormir la primera noche ya había hecho todas las cosas que en mi fantasía me darían soledad, y me fui a la cama inquieto, ansioso acerca de cómo sobreviviría los siguientes dos meses sin televisión, periódicos, llamadas telefónicas, sin estar con los amigos, y mi trabajo normal para distraerme.  Había hecho todas las actividades para una verdadera soledad y no había encontrado la soledad, sino que en su lugar había encontrado inquietud.  Tomó varias semanas antes que mi cuerpo y mi mente se desaceleraran lo suficiente para que yo encontrará un descanso básico, antes de que siquiera empezara a rozar los bordes de la soledad.
La soledad no es algo que podamos abrir como la llave del agua.  Necesita que el cuerpo y la mente se desaceleren lo suficiente para estar atentos al momento presente.  Estamos en soledad cuando, como dice Merton, sentimos totalmente el agua que estamos tomando, sentimos el calor de nuestras mantas, y hemos descansado lo suficiente para estar contentos dentro de nuestra piel.  No siempre logramos esto, a pesar de un sincero esfuerzo, por eso necesitamos seguir  comenzando de nuevo.

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