viernes, 22 de abril de 2011

Hijas e Hijos de la Pobreza del Santísimo Sacramento



Testimonio del Padre Roberto Lettieri





Fe que desafía a los fuertes y alienta a los débiles

"Cuando una espiritualidad divide a las personasen creyentes y no creyentes,
en ortodoxos y en herejes,
en piadosos e impíos,
en buenos y malos,
es signo de una espiritualidad enfermiza.
Cuando tras días de reflexión religiosa,
la mitad de la clase está extasiada con Cristo
y la otra mitad no quiere saber nada
y es tildada por los demás de incrédula, entonces,
la fe que se trasmite allí no es la fe de Jesucristo.
Jesús nunca clasificó así a las personas.
Incluso en los pecadores y en los publicanos,
vio la esencia buena y el anhelo de la fe y se dirigió a estos.

La fe, tal como la describe San Benito en su regla,
debe desafiar a los fuertes y alentar a los débiles.
Por un lado, no deberá dejarnos nunca en paz,
y por otro, tampoco deberá dejarnos con cargos de conciencia.
El cargo de conciencia no es, como algunos sacerdotes creen,
símbolo de una persona piadosa, sino, más bien,
indica que alguien gira demasiado en torno a sí y a su perfección,
en lugar de mirar al Dios misericordioso
que lo acepta y en el que puede regocijarse con agradecimiento.

Uno puede ser un auténtico pregonero del mensaje de júbilo de Jesús
sólo cuando está en comunidad.
Pues solamente en la convivencia,
experimentamos cuánto dependemos de la misericordia de Dios
y cómo, sólo desde ella,
podemos vivir entre nosotros con humanidad.
Por eso, no podemos hablar en abstracto de la misericordia de Dios, sino solamente cuando la experimentamos y vivimos en convivencia con los demás".

Anselm Grün.
"Con el corazón y todos los sentidos"

El camino de la RESURRECCION

"Descubrimos a través de la resurreccion
una nueva vida en nuestro cuerpo y nuestra alma.
El camino de la resurreccion,
que transitamos en los cinuenta dias del tiempo pascual,
es un camino que nos lleva a cada vez mayor vitalidad, libertad y alegria.
El camino que celebramos aqui es un camino hacia el sentir humano.
Y en la medida en que lo celebremos deberíamos estar cada vez en mayor contacto con las gracias con las cuales Dios nos ha bendecido.
Caminar el camino de la resurreccion
significa liberarnos de todo aquello que nos impide avanzar en la vida, despertar del sueño de nuestras ilusiones y abrirnos a la verdadera vida.
Si en Cuaresma miramos nuestras heridas,
ahora en la Pascua dejamos nuestras lesiones atrás.
Nos encaminamos hacia la vida que quiere brotar de nuestras heridas.
Justamente hoy,
cuando mucha gente sólo ahonda en heridas del pasado,
el camino de la Resurreccion nos enseña que la vida es mas fuerte que toda lesion o impedimento.
El camino de la resurreccion es un camino de sanacion".
Anselm Grün

Las siete Frases de Jesús

 

Las últimas palabras de Jesús
son el testamento que nos deja al
emprender su regreso al Padre.

"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc. 23, 34).
Al odio, a la venganza, a la sentencia "ojo por ojo y diente por diente",
Jesús contrapone el amor y pide perdón a su Padre para quienes lo condenan y crucifican.
Pone en práctica aquel precepto que había proclamado tantas veces:
'Al que te pegue en una mejilla, ponle la otra' y 'Amad a los que os odian y orad por ellos''
Cristo vino a servir y a perdonar.
A nosotros, Cristo también nos ha perdonado muchas veces y,
sin embargo, no nos convertimos al Amor y no servimos a Cristo en los hermanos.
Al rezar el Padrenuestro, ¿nos mentimos a nosotros mismos?
Pedimos perdón al Padre pero... ¿perdonamos nosotros a los que nos ofenden?
Recordemos siempre la máxima de Jesús: "Con la vara que midas, serás medido'.

"En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc. 23,43).
Los hombres están divididos en dos grupos:
los que creen y confían en Jesús y los que lo niegan o no lo conocen,
como los dos ladrones que fueron crucificados con Él: Dimas y Gestas.
Jesús vino a buscar a los pecadores; por eso vino a buscarnos a cada uno de nosotros.
Hoy sigue la lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre el hombre viejo apegado a sus vicios y el hombre nuevo, renovado por la Resurrección de Cristo, que se acerca al Señor y le pide ayuda y perdón.
Acerquémonos al Señor, y digámosle como el buen ladrón: "Acuérdate de mí y sálvame".

Jesús dirigiéndose a su Madre le dice: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo. "Ahí tienes a tu Madre" (Jn 19, 26-27).
Los valientes se encuentran cerca de Jesús:
la Santísima Virgen, San Juan, María de Cleofás y María Magdalena.
Lejos están los enemigos, los cobardes, los curiosos e indiferentes.
La Virgen María no rehuye el dolor;
quiere estar al lado de Jesús en el momento supremo de su muerte, para recibir, a cambio del Hijo divino que pierde, a esos hijos representados en San Juan que tanto necesitan de Ella:
os pecadores, los pobres, los huérfanos, las viudas,
los enfermos, los despreciados, los que no tienen techo, ni trabajo... los moribundos.
Oremos para que Jesús diga a su Santa Madre, refiriéndose a cada uno de nosotros:
"Es tu hijo". Ella sigue rogando por cada uno de nosotros.
En los momentos tristes, en la enfermedad y en la pobreza, en la hora de la muerte,
ella ruega por nosotros.
¡Nunca nos alejemos de quien tanto nos ama!
En toda ocasión digámosle: Vida, dulzura y esperanza nuestra. ¡Ampáranos!

"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc. 15,34)
Casi todos han abandonado a Jesús, incluso los apóstoles.
En la Cena pascual le acompañaban doce, al instituir el Sacramento de la Eucaristía: once; y durante su agonía en Getsemaní: tres.
Ahora, al pie de la Cruz, tan sólo uno: Juan. Cristo clavado y agonizando en la Cruz no rechaza, no acusa, no condena, tan sólo, humanamente, pregunta.
Sabe que debe cumplir la voluntad del Padre, mas sufre el dolor del tormento,
la injusticia, la ingratitud y el escarnio de los hombres... y lo que parece ser el abandono de su Padre.
Por eso, de sus labios sale ese angustioso reclamo:
"¿Por qué me has abandonado?',
reclamo que nos debe llevar a reflexionar sobre:
-la gravedad del pecado, por el cual el hombre se aleja de Dios.
-la realidad de las penas que se sufren en la otra vida, por ofender a Dios.
-el inmenso valor del sacrificio, que une a Dios, haciéndonos hijos suyos.
-la grande gloria que nos alcanzó Jesús al vencer la muerte.
-el gran amor y obediencia de que da muestra al Padre.
Y nosotros, pecadores... ¿Le correspondemos como El merece?

"Tengo sed" (Jn 19,28).
Jesús había dicho: "Si alguien tiene sed, venga a mí y beba".
La sed que más ahoga a Jesús ahora es la sed de almas,
es la sed de darse a ellas y de llevarlas al Reino del Padre..
Hoy, el hombre tiene sed de "tener",
de disfrutar sin límites ni frenos y busca saciarla en las cosas materiales y placeres efímeros, pretendiendo ignorar que la verdadera felicidad sólo la hallará arnando y aceptando la voluntad de Dios.
Miremos cómo sufre Jesús por cada uno de nosotros.
Calmemos, apaguemos la sed de nuestro Salvador:
vivamos su Palabra; llevemos almas a Él.
Sólo así podremos esperar que, después de esta vida nos diga:
"Venid, benditos. Tuve sed y me disteis de beber".

 Todo esta consumado" (Jn 19,30).
Jesús ha sido obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Todo lo ha consumado por amor a nosotros;
con su obediencia borró nuestra desobediencia; con su humildad borró nuestra soberbia.
Todo lo hizo.
Consumado está el sacrificio, el mayor de todos, en el que el sacerdote es Cristo,
cuyo altar es la cruz, y cuya víctima es el Cordero de Dios.
Satán ha sido derrotado.
Cristo se ha convertido en camino de eterna salvación.
Ojalá que a la hora de nuestra muerte podamos decir:
"Todo está cumplido; he hecho lo que Dios esperaba de mí..
Ahora sólo me espera recibir la corona que da a los fieles servidores".

"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46).
Jesús ha cumplido cuanto el Padre le ha encomendado y,
con fuerte grito, entrega su alma al Padre. Inclinando la cabeza, expira.
Jesús ha sabido dar la vida por sus ovejas.
Él es el ejemplo para modelar y conformar nuestra actitud y proceder ante las pequeñas o grandes cruces en las que, a veces nos veremos clavados.
No las rechacemos como lo hizo el mal ladrón; no nos conformemos o sólo nos resignemos a ellas, sino como Jesús, aceptémoslas, abracémoslas, unámoslas a la de Él y ofrezcámoslas al Padre.
A ejemplo de la vida y muerte de Cristo, debemos vivir y morir;
girar en derredor del Señor todas las circunstancias de nuestra existencia,
y en especial el momento de nuestra muerte.
"Ninguno de nosotros vive para sí mismo; pues si vivimos, para el Señor vivimos;
y si morimos, para el Señor morimos, pertenecemos al Señor" (Rom. 14, 7-9).
Que al final de nuestra vida nos encontremos confortados con la presencia de Jesús y María;
que sean Ellos quienes nos presenten al Padre celestial. María es presencia viva en nosotros; nos condolemos con Ella, pero al mismo tiempo encontramos luz y consuelo en Ella.
Que nuestra oración de la Salve, suba siempre al cielo.
Recemos esta plegaria alabando su oficio de Madre de todos nosotros;
pidámosle que llene los dolorosos vacíos de nuestra soledad.
Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia!

fuente: Parroquia Santo Cura de Ars - Santo Domingo - Rep. Dominicana

Subiendo con Jesús... ¡AMA!

jueves, 21 de abril de 2011

Que la Caridad sea sin fingimiento

 

P. Raniero Cantalamessa
Tercera Predicación de Cuaresma

QUE LA CARIDAD SEA SIN FINGIMIENTO
1. Amarás al, prójimo como a ti mismo
Se ha observado un hecho. El río Jordán, en su curso, forma dos mares: el mar de Galilea y el mar Muerto, pero mientras que el mar de Galilea es un mar bullente de vida, entre las aguas con más pesca de la tierra, el mar Muerto es precisamente un mar “muerto”, no hay traza de vida en él ni a su alrededor, sólo salinas. Y sin embargo se trata de la misma agua del Jordán. La explicación, al menos en parte, es esta: el mar de Galilea recibe las aguas del Jordán, pero no las retiene para sí, las hace volver a fluir de manera que puedan irrigar todo el valle del Jordán.

El mar Muerto recibe las aguas y las retiene para sí, no tiene desaguaderos, de él no sale una gota de agua. Es un símbolo. Para recibir amor de Dios, debemos darlo a los hermanos, y cuanto más lo damos, más lo recibimos. Sobre esto queremos reflexionar en esta meditación.

Tras haber reflexionado en las primeras dos meditaciones sobre el amor de Dios como don, ha llegado el momento de meditar también sobre el deber de amar, y en particular en el deber de amar al prójimo. El vínculo entre los dos amores se expresa de forma programática por la palabra de Dios: “Si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. ” (1 Jn 4,11).

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” era un mandamiento antiguo, escrito en la ley de Moisés (Lv 19,18) y Jesús mismo lo cita como tal (Lc 10, 27). ¿Cómo entonces Jesús lo llama “su” mandamiento y el mandamiento “nuevo”? La respuesta es que con él han cambiado el objeto, el sujeto y el motivo del amor al prójimo.

Ha cambiado ante todo el objeto, es decir, el prójimo a quien amar. Este ya no es sólo el compatriota, o como mucho el huésped que vive con el pueblo, sino todo hombre, incluso el extranjero (¡el Samaritano!), incluso el enemigo. Es verdad que la segunda parte de la frase “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo” no se encuentra literalmente en el Antiguo Testamento, pero resume su orientación general, expresada en la ley del talión: “ojo por ojo, diente por diente” (Lv 24,20), sobre todo si se compara con lo que Jesús exige de los suyos:

“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, rogad por sus perseguidores; así seréis hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si amáis solamente a quienes os aman, ¿qué recompensa merecéis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?” (Mt 5, 44-47).

Ha cambiado también el sujeto del amor al prójimo, es decir, el significado de la palabra prójimo. Este no es el otro; soy yo, no es el que está cercano, sino el que se hace cercano. Con la parábola del buen samaritano Jesús demuestra que no hay que esperar pasivamente a que el prójimo aparezca en mi camino, con muchas señales luminosas, con las sirenas desplegadas. El prójimo eres tu, es decir, el que tu puedes llegar a ser. El prójimo no existe de partida, sino que se tendrá un prójimo sólo el que se haga próximo a alguien.

Ha cambiado sobre todo el modelo o la medida del amor al prójimo. Hasta Jesús, el modelo era el amor de uno mismo: “como a ti mismo”. Se dijo que Dios no podía asegurar el amor al prójimo a un “perno” más seguro que este; no habría obtenido el mismo objetivo ni siquiera su hubiese dicho: “¡Amarás a tu prójimo como a tu Dios!”, porque sobre el amor a Dios – es decir, sobre qué es amar a Dios – el hombre todavía puede hacer trampa , pero sobre el amor a sí mismo no. El hombre sabe muy bien qué significa, en toda circunstancia, amarse a sí mismo; es un espejo que tiene siempre ante sí, no tiene escapatoria1.

Y sin embargo deja una escapatoria, y es por ello que Jesús lo sustituye por otro modelo y otra medida: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Jn 15,12). El hombre puede amarse a sí mismo de forma equivocada, es decir, desear el mal, no el bien, amar el vicio, no la virtud. Si un hombre semejante ama a los demás como a sí mismo, ¡pobrecita la persona que sea amada así! Sabemos en cambio a dónde nos lleva el amor de Jesús: a la verdad, al bien, al Padre. Quien le sigue “no camina en las tinieblas”. Él nos amó dando la vida por nosotros, cuando éramos pecadores, es decir, enemigos (Rm 5, 6 ss).

Se entiende de este modo qué quiere decir el evangelista Juan con su afirmación aparentemente contradictoria: “Queridos míos, no os doy un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo, el que aprendisteis desde el principio: este mandamiento antiguo es la palabra que oísteis. Sin embargo, el mandamiento que os doy es nuevo” (1 Jn 2, 7-8). El mandamiento del amor al prójimo es “antiguo” en la letra, pero “nuevo” por la novedad misma del evangelio. Nuevo – explica el Papa en un capítulo de su nuevo libro sobre Jesús – porque no es ya solo “ley”, sino también, e incluso antes, “gracia”. Se funda en la comunión con Cristo, hecha posible por el don del Espíritu.2

Con Jesús se pasa de la ley del contrapeso, o entre dos actores: “Lo que el otro te hace, házselo tu a él”, a la ley del traspaso, o a tres actores: “Lo que Dios te ha hecho a ti, hazlo tu al otro”, o, partiendo de la dirección opuesta: “Lo que tu hayas hecho al otro, es lo que Dios hará contigo”. Son incontables las palabras de Jesús y de los apóstoles que repiten este concepto: “Como Dios os ha perdonado, perdonaos unos a otros”: “Si no perdonáis de corazón a vuestros enemigos, tampoco vuestro padre os perdonará”. Se corta la excusa de raíz: “Pero él no me ama, me ofende...”. Esto le compete a él, no a ti. A ti te tiene que importar sólo lo que haces al otro y cómo te comportas frente a lo que el otro te hace a ti.

Queda pendiente la pregunta principal: ¿por qué este singular cambio de rumbo del amor de Dios al prójimo? ¿No sería más lógico esperarse: “Como yo os he amado, amadme así a mi”?, en lugar de: “Como yo os he amado, amaos así unos a otros”? Aquí está la diferencia entre el amor puramente de eros y el amor de eros y agape unidos. El amor puramente erótico es de circuito cerrado: “Ámame, Alfredo, ámame como yo te amo”: así canta Violeta en la Traviata de Verdi: yo te amo, tu me amas. El amor de agape es de circuito abierto: viene de Dios y vuelve a él, pero pasando por el prójimo. Jesús inauguró él mismo este nuevo tipo de amor: “Como el Padre me ha amado, así también os he amado yo” (Jn 15, 9).

Santa Catalina de Siena dio, del motivo de ello, la explicación más sencilla y convincente. Ella hace decir a Dios:

“Yo os pido que me améis con el mismo amor con que yo os amo. Esto no me lo podéis hacer a mi, porque yo os amé sin ser amado. Todo el amor que tenéis por mí es un amor de deuda, no de gracia, porque estáis obligados a hacerlo, mientras que yo os amo con un amor de gracia, no de deuda. Por ello, vosotros no podéis darme el amor que yo requiero. Por esto os he puesto al lado a vuestro prójimo: para que hagáis a este lo que no podéis hacerme a mi, es decir, amarlo sin consideraciones de mérito y sin esperaron utilidad alguna. Y yo considero que me hacéis a mi lo que le hacéis a él”3.

2. Amaos de verdadero corazón
Tras estas reflexiones generales sobre el mandamiento del amor al prójimo, ha llegado el momento de hablar de la cualidad que debe revestir este amor. Éstas son fundamentalmente dos: debe ser un amor sincero y un amor de los hechos, un amor del corazón y un amor, por así decirlo, de las manos. Esta vez nos detendremos en la primera cualidad, y lo hacemos dejándonos guiar por el gran cantor de la caridad que es Pablo.

La segunda parte de la Carta a los Romanos es toda una sucesión de recomendaciones sobre el amor mutuo dentro de la comunidad cristiana: “Que vuestra caridad sea sin fingimiento[...]; amaos unos a otros con afecto fraterno, competid en estimaros mutuamente...” (Rm 12, 9 ss). “Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley” (Rm 13, 8).

Para captar el espíritu que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o mejor, el “sentimiento” que Pablo tiene de la caridad, debe partirse de esa palabra inicial: “Que la caridad sea sin fingimiento”. Esta no es una de las muchas exhortaciones, sino la matriz de la que deriva todas las demás. Contiene el secreto de la caridad. Intentemos captar, con la ayuda del Espíritu, este secreto.

El término original usado por san Pablo y que se traduce como “sin fingimiento”, es anhypòkritos, es decir, sin hipocresía. Este término es una especie de “chivato”; es, de hecho, un término raro que encontramos empleado, en el Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano. La expresión “amor sincero” (anhypòkritos) vuelve ahora en 2 Corintios 6, 6 y en 1 Pedro 1, 22. Este último texto permite captar, con toda certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica con una perífrasis; el amor sincero – dice – consiste en amarse intensamente “de verdadero corazón”.

San Pablo, por tanto, con esa sencilla afirmación: “que la caridad sea sin fingimiento”, lleva el discurso a la raíz misma de la caridad, al corazón. Lo que se exige del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido. Como el vino, para ser “sincero”, debe ser exprimido de la uva, así el amor del corazón. También en ello el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; él, de hecho, había indicado, repetidamente y con fuerza, al corazón, como el “lugar” en el que se decide el valor de lo que el hombre hace, lo que es puro, o impuro, en la vida de una persona (Mt 15, 19).

Podemos hablar de una intuición paulina, respecto de la caridad; ésta consiste en revelar, tras el universo visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de palabras, otro universo totalmente interior, que es, respecto al primero, lo que el alma es para el cuerpo. Volvemos a encontrar esta intuición en el otro gran texto sobre la caridad que es 1 Corintios 13. Lo que san Pablo dice allí, bien mirado, se refiere totalmente a esta caridad interior, a las disposiciones y a los sentimientos de caridad: la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera... No hay nada que se refiera, directamente de por sí, a hacer el bien, u obras de caridad, sino que todo se reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes que la beneficencia.

Es el Apóstol mismo el que explicita la diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor acto de caridad exterior – el distribuir a los pobres todos los bienes – no serviría de nada sin la caridad interior (cf. 1 Cor 13, 3). Sería lo opuesto de la caridad “sincera”. La caridad hipócrita, de hecho, es precisamente la que hace el bien, sin querer bien, que muestra exteriormente algo que no tiene una correspondencia en el corazón. En este caso, se tiene una falta de caridad, que puede, incluso, esconder egoísmo, búsqueda de sí, instrumentalización del hermano, o incluso simple remordimiento de conciencia.

Sería un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la falta de caridad de los hechos. Por lo demás, decir que, sin la caridad, “de nada me aprovecha” siquiera el dar todo a los pobres, no significa decir que esto no le sirve a nadie y que es inútil; significa más bien decir que no me aprovecha “a mí”, mientras que puede aprovechar al pobre que la recibe. No se trata, por tanto, de atenuar la importancia de las obras de caridad (lo veremos, decía, la próxima vez), sino de asegurarles un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San Pablo quiere que los cristianos estén “arraigados y fundados en la caridad” (Ef 3, 17), es decir, que el amor sea la raíz y el fundamento de todo.

Amar sinceramente significa amar a esta profundidad, allí donde no se puede mentir, porque estás solo ante ti mismo, solo ante el espejo de tu conciencia, bajo la mirada de Dios. “Ama a su hermano – escribe Agustín – el que, ante Dios, allí donde él solo ve, afirma su corazón y se pregunta íntimamente si verdaderamente actúa así por amor al hermano; y ese ojo que penetra en el corazón, allí adonde el hombre no puede llegar, le da testimonio”4. Era amor sincero por ello el de Pablo por los judíos si podía decir: “ Digo la verdad en Cristo, no miento, y mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo. Siento una gran tristeza y un dolor constante en mi corazón. Yo mismo desearía ser maldito, separado de Cristo, en favor de mis hermanos, los de mi propia raza” (Rom 9,1-3).

Para ser genuina, la caridad cristiana debe, por tanto, partir desde el interior, desde el corazón; las obras de misericordia de las “entrañas de misericordia” (Col 3, 12). Con todo, debemos precisar en seguida que aquí se trata de algo mucho más radical que la simple “interiorización”, es decir, de un poner el acento de la práctica exterior de la caridad a la práctica interior. Este es solo el primer paso. ¡La interiorización apunta a la divinización! El cristiano – decía san Pedro – es aquel que ama “de verdadero corazón”: ¿pero con qué corazón? ¡Con “el corazón nuevo y el Espíritu nuevo” recibido en el bautismo!

Cuando un cristiano ama así, es Dios el que ama a través de él; él se convierte en un canal del amor de Dios. Sucede como con el consuelo, que no es otra cosa sino una modalidad del amor: “Dios nos consuela en cada una de nuestras tribulaciones para que podamos también nosotros consolar a quienes se encuentran en todo tipo de aflicción con el consuelo con el que nosotros mismos somos consolados por Dios” (2 Cor 1, 4). Nosotros consolamos con el consuelo con el que somos consolados por Dios, amamos con el amor con el que somos amados por Dios. No con uno diverso. Esto explica el eco, aparentemente desproporcionado, que tiene a veces un sencillísimo acto de amor, a menudo escondido, la esperanza y la luz que crea alrededor.

3. La caridad edifica
Cuando se habla de la caridad en los escritos apostólicos, no se habla de ella nunca en abstracto, de modo genérico. El trasfondo es siempre la edificación de la comunidad cristiana. En otras palabras, el primer ámbito de ejercicio de la caridad debe ser la Iglesia, y más concretamente aún la comunidad en la que se vive, las personas con las que se mantienen relaciones cotidianas. Así debe suceder también hoy, en particular en el corazón de la Iglesia, entre aquellos que trabajan en estrecho contacto con el Sumo Pontífice.

Durante un cierto tiempo en la antigüedad se quiso designar con el término caridad, agape, no sólo la comida fraterna que los cristianos tomaban juntos, sino también a toda la Iglesia5. El mártir san Ignacio de Antioquía saluda a la Iglesia de Roma como la que “preside en la caridad (agape)”, es decir, en la “fraternidad cristiana”, el conjunto de todas las iglesias6. Esta frase no afirma sólo el hecho del primado, sino también su naturaleza, o el modo de ejercerlo: es decir, en la caridad.

La Iglesia tiene necesidad urgente de una llamarada de caridad que cure sus fracturas. En un discurso suyo, Pablo VI decía: “La Iglesia necesita sentir refluir por todas sus facultades humanas la ola del amor, de ese amor que se llama caridad, y que precisamente ha sido difundida en nuestros corazones precisamente por el Espíritu Santo que se nos ha dado” 7. Sólo el amor cura. Es el óleo del samaritano. Oleo también porque debe flotar por encima de todo, como hace precisamente el aceite respecto a los líquidos. “Que por encima de todo esté la caridad, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Por encima de todo, super omnia! Por tanto también de la fe y de la esperanza, de la disciplina, de la autoridad, aunque, evidentemente, la propia disciplina y autoridad puede ser una expresión de la caridad. No hay unidad sin la caridad y, si la hubiese, sería sólo una unidad de poco valor para Dios.

Un ámbito importante sobre el que trabajar es el de los juicios recíprocos. Pablo escribía a los Romanos: “Entonces, ¿Con qué derecho juzgas a tu hermano? ¿Por qué lo desprecias? ... Dejemos entonces de juzgarnos mutuamente” (Rm 14, 10.13). Antes de él Jesús había dicho: “No juzguéis y no seréis juzgados [...] ¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo?” (Mt 7, 1-3). Compara el pecado del prójimo (el pecado juzgado), cualquiera que sea, con una pajita, frente al pecado de quien juzga (el pecado de juzgar) que es una viga. La viga es el hecho mismo de juzgar, tan grave es eso a los ojos de Dios.

El discurso sobre los juicios es ciertamente delicado y complejo y no se puede dejar a medias, sin que aparezca en seguida poco realista. ¿Cómo se puede, de hecho, vivir del todo sin juzgar? El juicio está dentro de nosotros incluso en una mirada. No podemos observar, escuchar, vivir, sin dar valoraciones, es decir, sin juzgar. Un padre, un superior, un confesor, un juez, quien tenga una responsabilidad sobre los demás, debe juzgar. Es más, a veces, como es el caso de muchos aquí en la Curia, el juzgar es, precisamente, el tipo de servicio que uno está llamado a prestar a la sociedad o a la Iglesia.

De hecho, no es tanto el juicio el que se debe quitar de nuestro corazón, ¡sino más bien el veneno de nuestro juicio! Es decir, el hastío, la condena. En el relato de Lucas, el mandato de Jesús: “No juzguéis y no seréis juzgados” es seguido inmediatamente, como para explicitar el sentido de estas palabras, por el mandato: “No condenéis y no seréis condenados” (Lc 6, 37). De por sí, el juzgar es una acción neutral, el juicio puede terminar tanto en condena como en absolución y justificación. Son los prejuicios negativos los que son recogidos y prohibidos por la palabra de Dios, los que junto con el pecado condenan también al pecador, los que miran más al castigo que a la corrección del hermano.

Otro punto cualificador de la caridad sincera es la estima: “competid en estimaros mutuamente” (Rm 12, 10). Para estimar al hermano, es necesario no estimarse uno mismo demasiado; es necesario – dice el Apóstol – “no hacerse una idea demasiado alta de sí mismos” (Rm 12, 3). Quien tiene una idea demasiado alta de sí mismo es como un hombre que, de noche, tiene ante los ojos una fuente de luz intensa: no consigue ver otra cosa más allá de ella; no consigue ver las luces de los hermanos, sus virtudes y sus valores.

“Minimizar” debe ser nuestro verbo preferido, en las relaciones con los demás: minimizar nuestras virtudes y los defectos de los demás. ¡No minimizar nuestros defectos y las virtudes de los demás, como en cambio hacemos a menudo, que es la cosa diametralmente opuesta! Hay una fábula de Esopo al respecto; en la reelaboración que hace de ella La Fontaine suena así:

“Cuando viene a este valle
cada uno lleva encima
una doble alforja.
Dentro de la parte de delante
de buen grado todos
echamos los defectos ajenos,
y en la de atrás, los propios”8.

Deberíamos sencillamente dar la vuelta a las cosas: poner nuestros defectos en la parte de delante y los defectos ajenos en la de detrás. Santiago advierte: “No habléis mal unos de otros” (St 4,11). El chisme ha cambiado de nombre, se llama comentario [gossip, n.d.t.] y parece haberse convertido en algo inocente, en cambio es una de las cosas que más contaminan el vivir juntos. No basta con no hablar mal de los demás; es necesario además impedir que otros lo hagan en nuestra presencia, hacerles entender, quizás silenciosamente, que no se está de acuerdo. ¡Qué aire distinto se respira en un ambiente de trabajo y en una comunidad cuando se toma en serio la advertencia de Santiago! En muchos locales públicos una vez se ponía: “Aquí no se fuma”, o también, “Aquí no se blasfema”. No estaría mal sustituirlas, en algunos casos, con el escrito: “¡Aquí no se hacen chismes!”

Terminemos escuchando como dirigida a nosotros la exhortación del Apóstol a la comunidad de Filipos, tan querida por él: “Os ruego que hagais perfecta mi alegría, permaneciendo bien unidos. Tened un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagáis nada por espíritu de discordia o de vanidad, y que la humildad os lleve a estimar a los otros como superiores a vosotros mismos. Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también el de los demás” (Fil 2, 2-5).

1 Cf. S. Kierkegaard, Gli atti dell’amore, Milán, Rusconi, 1983, p. 163.
2 Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, II Parte, Libreria Editrice Vaticana 2011, pp. 76 s.
3 S. Catalina de Siena, Dialogo 64.
4 S. Agustín, Comentario a la primera carta de Juan, 6,2 (PL 35, 2020).
5 Lampe, A Patristic Greek Lexicon, Oxford 1961, p. 8
6 S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, saludo inicial.
7 Discurso en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972 (Insegnamenti di Paolo VI, Tipografia Poliglotta Vaticana, X, pp. 1210s.).
8 J. de La Fontaine, Fábulas, I, 7
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]

Subiendo con Jesús... ¡Clama!

Camino Comunitario... ¡Prepara tu corazón!

Camino Comunitario... ¡Reorganiza tus ideas!

Camino Comunitario... ¡Sé Valiente!

sábado, 9 de abril de 2011

Ecos del Retiro de Cuaresma II

 

Compartimos parte del texto escrito y utilizado por
nuestro párroco, Pbro Mariano Marracino en
el Retiro de Cuaresma. - 9 de Abril de 2011

Un padre y dos hijos…
Y puede haber muchos, muchos, muchos…

El menor… así, sin nombre…
Su identidad está en referencia al padre y al hermano.
El menor pidió su herencia…
¡Pedir algo que no era suyo!
Pedir herencia supone una muerte.
Hay muertes y muertes,
A veces se dan todas juntas…
Y el padre reparte… ¿por qué?

El menor reunió todo, y pocos días después se fue, partió, “emigró”…
Se fue a un lugar que no era el suyo.
Lejos del padre siempre se es extranjero.
Lejos del padre todo país es lejano,
Lejos del padre siempre se derrocha la vida…
Una vida desordenada, licenciosa.

Lejos del Padre todo se malgasta, todo se termina,
Se dilapida.
Lejos del Padre siempre aparece el hambre y la sed,
Viene desde lo más hondo.
Lejos del Padre, el hombre siempre termina siendo un mendigo.
Y se termina sirviendo a un extranjero…
Se termina descubriendo la tremenda soledad en que se vive…

Y como pasa tantas veces, desde la necesidad se recapacita,
Desde los anhelos defraudados,
Desde los vacíos…
Consciente de lo perdido piensa primero en su hambre.
Allá junto a su padre,
Los trabajadores tienen pan,
Y como todo lo que sucede junto al padre, es abundancia.

Desandar el camino nunca es fácil.
Y menos ese camino.
Es cierto que en su horizonte estaba el pan que ahora le faltaba,
Pero cada paso se posaba sobre una de las huellas de su vida,
Cuando se alejó de su padre,
Cuando dio la espalda a esos ojos
Que jamás dejaron de arar el horizonte esperándolo.
Se puso en marcha.
Ensayó mil veces su discurso arrepentido.
A veces dominaba su conciencia,
Y otras veces dominaba su hambre…
“Ya no merezco ser llamado hijo tuyo”

¡Como si alguna vez lo hubiese merecido!
Ser hijo siempre es un regalo, siempre, para siempre.
Sus cálculos estaban bien hechos.
Volver, arrepentimiento, confiar en la bondad del padre
Para conchabarse como peón…
Bien pensado…
Cada paso lento como un siglo…

El tema es éste:
“Cuando todavía estaba lejos… el padre vivía esperando.
Vivía rastrillando el horizonte…
Y el padre se enterneció…
Eso que se siente en las entrañas,
Eso visceral, profundo.
Eso visceral, profundo.
El padre corrió.
NO es un Dios que tenga problemas en “salir”,
Ese problema es nuestro…
Y lo abrazó.
Sólo los brazos extendidos en la cruz superarán al abrazo.
Y lo besó.
Gestos…
Sin discursos, sin condiciones.
Si hay condiciones no es amor,
Por lo menos, no es amor a Su estilo.
No con besos rituales,
De mármol,
Con esos besos donde uno deja gotas de alma.

Claro que el hijo largó el discurso tan ensayado en el camino,
Aprendido de memoria.
Creo que no lo terminó.
En realidad al padre no le importaba.
Creo que el hijo musitó algo,
Mientras el padre solo le importaba abrazar.

La fiesta ya estaba preparada,
Vaya uno a saber desde cuándo.
Da la impresión que desde siempre.
Y el vestido…
Sin asombros, que lo mismo sucedió en el paraíso, allá en el Génesis,
Cuando el tejió las túnicas de piel…
Pero, “el mejor vestido”!
¿Habrá un vestido mejor que su abrazo?
Y el anillo, y las sandalias…
Porque como dirá san Agustín, el amor de Dios virginiza,
Devuelve, recrea lo que pensábamos irremediablemente perdido.
¡Fiesta!
Por si no entendemos, es la sentencia de su amor.
Es la respuesta a nuestro pecado.
Es el horizonte de nuestros regresos.
Es la metodología de este Padre.
Un banquete.
Una fiesta, comida y baile…
¿Cuántas veces?
¡Siempre!

Ahora… el “otro hijo”,
El mayor estaba trabajando…
Y al volver se encuentra con el baile y el asado.
Y a veces la fraternidad no alcanza.
No se entienden las actitudes de ese padre.
No parece tener lógica.
Pasa que las entrañas tienen otra lógica…
La paternidad es una mirada distinta de la fraternidad,
Es como otro latir, es otra pulsación…
Se termina la lógica,
Se termina el razonamiento lineal,
Se terminan los cálculos,
Los argumentos, las razones.
Es tiempo de la primacía de las entrañas;
La primacía de la fiesta;
La primacía del salir corriendo a buscar;
La primacía del abrazo.

Pbro. Mariano Marracino

viernes, 8 de abril de 2011

martes, 5 de abril de 2011

Camino Comunitario... ¡Acércate!

La FE cristiana


La fe cristiana no es creer algo,
sino en alguien
Padre R Cantalamessa

La curación del ciego de nacimiento nos toca de cerca, porque en cierto sentido todos somos... ciegos de nacimiento.
El mundo mismo nació ciego.
Según lo que nos dice hoy la ciencia, durante millones de años ha habido vida sobre la tierra, pero era una vida en estado ciego, no existía aún el ojo para ver, no existía la vista misma.
El ojo, en su complejidad y perfección, es una de las funciones que se forman más lentamente.
Esta situación se reproduce en parte en la vida de cada hombre.
El niño nace, si bien no propiamente ciego, al menos incapaz todavía de distinguir el perfil de las cosas.
Sólo después de semanas empieza a enfocarlas.
Si el niño pudiera expresar lo que experimenta cuando empieza a ver claramente el rostro de su mamá, de las personas, de las cosas, los colores, ¡cuántos "oh" de maravilla se oirían!
¡Qué himno a la luz y a la vista! Ver es un milagro, sólo que no le prestamos atención porque estamos acostumbrados y lo damos por descontado.
He aquí entonces que Dios a veces actúa de forma repentina, extraordinaria, a fin de sacudirnos de nuestro sopor y hacernos atentos.
Es lo que hizo en la curación del ciego de nacimiento y de otros ciegos en el Evangelio.
¿Pero es sólo para esto que Jesús curó al ciego de nacimiento?
En otro sentido hemos nacido ciegos.
Hay otros ojos que deben aún abrirse al mundo, además de los físicos: ¡los ojos de la fe!
Permiten vislumbrar otro mundo más allá del que vemos con los ojos del cuerpo: el mundo de Dios, de la vida eterna, el mundo del Evangelio, el mundo que no termina ni siquiera... con el fin del mundo.
Es lo que quiso recordarnos Jesús con la curación del ciego de nacimiento.
Ante todo, Él envía al joven ciego a la piscina de Siloé.
Con ello Jesús quería significar que estos ojos diferentes, los de la fe, empiezan a abrirse en el bautismo, cuando recibimos precisamente el don de la fe.
Por eso en la antigüedad el bautismo se llamaba también «iluminación» y estar bautizados se decía «haber sido iluminados».
En nuestro caso no se trata de creer genéricamente en Dios, sino de creer en Cristo.
El episodio sirve al evangelista para mostrarnos cómo se llega a una fe plena y madura en el Hijo de Dios.
La recuperación de la vista para el ciego tiene lugar, de hecho, al mismo tiempo que su descubrimiento de quién es Jesús.
Al principio, para el ciego, Jesús no es más que un hombre: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro...».
Más tarde, a la pregunta: «¿Y tú qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?», responde: «Que es un profeta».
Ha dado un paso adelante; ha entendido que Jesús es un enviado de Dios, que habla y actúa en nombre de Él.
Finalmente, encontrando de nuevo a Jesús, le grita: «¡Creo, Señor!», y se postra ante Él para adorarle, reconociéndole así abiertamente como su Señor y su Dios.
Al describirnos con tanto detalle todo esto, es como si el evangelista Juan nos invitara muy discretamente a plantearnos la cuestión: «Y yo, ¿en qué punto estoy de este camino?
¿Quién es Jesús de Nazaret para mí?».
Que Jesús sea un hombre nadie lo niega.
Que sea un profeta, un enviado de Dios, también se admite casi universalmente.
Muchos se detienen aquí.
Pero no es suficiente.
Un musulmán, si es coherente con lo que halla escrito en el Corán, reconoce igualmente que Jesús es un profeta.
Pero no por esto se considera un cristiano.
El salto mediante el cual se pasa a ser cristianos en sentido propio es cuando se proclama, como el ciego de nacimiento, Jesús «Señor» y se le adora como Dios.
La fe cristiana no es primariamente creer algo (que Dios existe, que hay un más allá...), sino creer en alguien.
Jesús en el Evangelio no nos da una lista de cosas para creer; dice: «Creed en Dios; creed también en mí» (Jn 14,1).
Para los cristianos creer es creer en Jesucristo.