domingo, 30 de junio de 2024

SÍ, LA EMBARRO MUCHO

por Alberto Linero
publicado en EL HERALDO

Su presencia en nuestra vida no es un premio porque cumplimos las mil leyes religiosas que nos hemos inventado o porque participamos de manera angelical en el culto de nuestra religión, sino que es el amor que nos llena para que seamos felices en medio de las decisiones que debemos tomar a veces sin toda la información o con una comprensión distorsionada por los prejuicios que hemos aprendido desde niños.

El silencio se apodera de mi casa. Se acalla la playlist que repito una y mil veces. Cierro el libro que estoy leyendo, cuya voz me enseña y cuestiona. Se apaga la pantalla del computador. Cierro los ojos para entrar en lo profundo de mi corazón y encontrarme con Dios.

Me siento amado y eso basta. He luchado por vivir desde unos valores aprendidos en mi casa materna, en las butacas de la escuela pública donde estudié la primaria, en las conversaciones con quienes influyeron en mi vida; me he exigido ser coherente, pero entiendo que no siempre lo he sido, que a veces he traicionado -sin querer o queriendo- esos valores. Pero no tengo vergüenza ni miedo delante de Dios, porque sé que él me conoce y sabe cuál es mi opción fundamental. Es más, recuerdo a Tamar, Rajab, Betsabé, Salomón, David, Saúl, seres humanos que se relacionaron con Dios -y hasta fueron llamados por él a misiones concretas- desde su fragilidad y error. También pienso en aquellos seres anónimos como la adúltera, la samaritana y la que sufría de flujo, que recibieron la bendición de ser amados desde sus vulnerabilidades. No sé quién le hizo creer a algunos que tenían que ser perfectos para ser amados por Dios, que tenían que ser los más virtuosos para que Dios los quisiera, que tenían que asumir poses de inmaculados para ser bendecidos. Él nos ama como somos. Su presencia en nuestra vida no es un premio porque cumplimos las mil leyes religiosas que nos hemos inventado o porque participamos de manera angelical en el culto de nuestra religión, sino que es el amor que nos llena para que seamos felices en medio de las decisiones que debemos tomar a veces sin toda la información o con una comprensión distorsionada por los prejuicios que hemos aprendido desde niños.

Disculpen, sé que no soy santo en el sentido que los moralistas predican ni perfecto como lo hubiera soñado mi madrina. Simplemente soy un humano que se sabe amado por Dios, y que quiere ser coherente para ser feliz. La tragedia de muchas experiencias espirituales es que logran que los seres humanos odien lo que son, que se nieguen a reconocer sus limitaciones, que construyan fachadas de buenos, extraordinarios, que solo los distancia de asumirse para dar la mejor versión posible. Ante Dios no hay vergüenza, hay amor. Eso es lo que experimento en este momento. Solo será bendición la espiritualidad que le permita al humano ser y lo impulse a dar su mejor versión, lo cual siempre se mide en servicio y amor al otro, sobre todo al que no puede recompensar nuestros esfuerzos. Ese es el Dios en el que creo, el que me reveló Jesús de Nazaret.

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