lunes, 20 de febrero de 2012

Dignidad restituida

Evangelio según San Marcos 1,40-45

El evangelio de este domingo nos presenta el encuentro de un leproso con Jesús.
No nos dice nada sobre el nombre y el rostro del leproso. Permanece anónimo. Puede ser cualquier hombre.
Justamente porque en la situación del leproso, que a causa de su enfermedad era alejado de la sociedad, se suman todas las experiencias que aíslan a un hombre de los demás. Una experiencia dolorosa como la pérdida de la persona amada, como el dolor físico que entra violentamente en la vida derrocándola o como un quiebre emocional o moral que irreversiblemente carga la vida y puede llevar al sufrimiento de la soledad.


A veces es tan difícil vivir con el sufrimiento. Con el sentido de ser culpable y por eso marginado. Con el miedo de ser condenado, incomprendido, de ser alejado de todos. Sin nadie que pueda abrazarte y decirte que todo saldrá bien. Pero, es posible que mi sufrimiento me acerque a Dios. Que me ponga en la búsqueda del amor eterno e incondicional que sana y perdona. Que devuelve la esperanza, la fuerza y el optimismo a mi vida. En la soledad se puede perder la fe, pero también se la puede encontrar. El leproso tiene algo que decirnos en este sentido.
Dios de la compasión.


Toda su confianza y esperanza él pone en un “si”. Dice a Jesús: “Si quieres, puedes purificarme”.
Los escribas de la época repetían que el dolor era el castigo por los pecados. O tal vez, una inescrutable voluntad de Dios. Y en particular los enfermos de lepra debían ser aislados porque eran impuros.


Al leproso no lo interesan las teorías. En su sufrimiento su fe madura hasta el punto de pensar: Dios es Dios de la compasión o no es.


Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado“. ¡Jesús siente compasión por el dolor! Como siempre durante su vida. Compasión por los enfermos, hambrientos, pecadores, perdidos…por todos los que sufrían. Jesús también siente compasión por tu sufrimiento.
Tal vez escandaliza a los escribas porque se acerca al impuro, pero al leproso confirma que Dios no tiene miedo de acercarse al impuro, de llevar la luz en las tinieblas, de sanar las heridas. Indicó eso ya al inicio de la misión entrando en la fila de los hombres en el río Jordán que esperaban de ser bautizados, compartiendo la situación del hombre en todo menos en el pecado.


A la persona que nadie la tocaba ya hace tiempo o por miedo de contaminarse o por la prescripción de la ley, Dios lo tocó. Dios expresa su deseo, su “si, yo quiero que seas purificado”, reconciliado con Él mismo y con la comunidad.


El Maestro nos da hoy una lección de vida que va más allá de una simple historia de la curación de un leproso. El leproso pide la purificación. De hecho pide el nuevo inicio y la nueva vida.
Y su pedido es aceptado porque coincide con el deseo de Dios. Se armoniza la voluntad del hombre con la voluntad de Dios. Y la purificación es también el deseo de Dios para nosotros.
Somos muy semejantes a este leproso. Somos cuerpo y alma. Y como la lepra causó la deformidad física de este hombre, así el pecado puede hacer lo mismo en nuestra alma.Por eso quería decirte algo acerca de dos características de la lepra que hace perder el sentido y lo hace gradualmente, poco a poco.


Lepra corporal y espiritual
La lepra es una enfermedad que descompone los órganos como la nariz y los oídos. Entumece los sentidos.Y por eso es una elocuente imagen de la persona que atrapada por el pecado pierde el sentido de Dios y del prójimo.
Muchas veces perdimos nuestros sentimientos, por el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos o por el daño que otros nos han hecho, o porque hemos perdido el sentido de vivir el amor, debido a las tragedias, a la concupiscencia o al stress que entraron en nuestras vidas.


Además, tiene un principio pérfido. Progresa lentamente en su poder destructivo y sin que uno se dé cuenta lleva la vida a la ruina y soledad. ¿No te parece que es así también el pecado? Comienza tan ingenuamente. El pecado avanza lento, pero lastimosamente avanza y siempre lleva a la ruina.
Uno así empieza con un pequeño coqueteo, continua con una mirada y ropa provocante, después una breve aventura y antes de que te des cuenta ya te encuentras en una situación dramática de vivir en tan mala relación que destruye tu vida y la vida de otras personas. O en otro caso ves algo y lo quieres, te aseguras que nadie te sigue ni ve, y robas algo, lo escondes en tu bolsillo. Se empieza con un paquete de goma de mascar en el negocio y se termina con el robo de los coches. El pecado no ama la publicidad, se esconde. Y siempre profundiza más la soledad. El pecado lleva a un sufrimiento doloroso.


Y si te encuentras en una de las situaciones tan desesperadas y difíciles tal vez te preguntas si alguien puede sanarte y liberarte.Quiero que sepas que Jesús esta dispuesto a tocar tu vida y devolverte la dignidad del hijo amado de Dios. Purificado y consagrado. Sí, Jesús lo puede y quiere hacer. Solo déjate tocar por Él.


Dignidad restituida
A Jesús no lo vemos con los ojos corporales más con los ojos de la fe. Creamos firmemente en él y en sus promesas. Una de estas es el perdón de los pecados en el sacramento de Reconciliación. ¡Qué don precioso y maravilloso nos dio y dejo el Señor!
Antes de que el sacerdote, que tiene la necesaria jurisdicción, de la absolución de tus pecados, él reza una hermosa oración que quiero que la leas hoy con atención.


“Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.”
Esta oración confirma eso que hemos escuchado en el evangelio de hoy. Nuestro Dios es misericordioso y compasivo. ¡Él nos amó tanto al enviar a su Hijo para nuestra salvación! Para nuestra purificación y santificación. Por ese sacramento nos da gratuitamente dos dones preciosísimos que nada ni nadie puede darnos: el perdón y la paz. Y así te reconcilia con Él mismo y con la Iglesia.


Es muy semejante al caso del leproso. Él salió de su sufrimiento y de su soledad y volvió purificado en su vida, en su familia, en su pueblo. El que sanó al leproso, a la suegra de Pedro, a la hija de Jairo, a muchísimas otras personas hoy se acerca a ti y te dice también: lo quiero, queda sanado de tu soledad y perdonado de tus pecados.


Cuando Dios perdona, nadie más puede condenar. Nos purifica y nos restituye la dignidad. Somos suyos y le pertenecemos. ¿Sabes que quien cree jamás está solo? Porque vive siempre con Dios y con los hermanos y hermanas que creen.

Pbtro Mislav Hodzic
Fuente: Portal CancionNueva en español

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