domingo, 5 de septiembre de 2021

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Marcos 7,31-37


Evangelio según San Marcos 7,31-37
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.

Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.

Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: "Efatá", que significa: "Abrete".

Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.

Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban

y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos".


RESONAR DE LA PALABRA

¡¡¡ÁBRETE!!! ¡EFFETÁ!

«Es sordo y mudo el que no tiene oídos para oír la palabra de Dios, ni lengua para hablarla; y es necesario que los que saben hablar y oír las palabras de Dios ofrezcan al Señor a los que ha de curar». (San Beda)

¥ Los evangelistas nos describen a menudo a Jesús en movimiento, caminando, recorriendo todos los lugares donde los hombres puedan necesitarle. El caso es que hoy se ha metido por territorios paganos. Y allí le salen al paso, presentándole un sordo con dificultades para hablar.

Una persona sorda o con dificultades auditivas menudo sufre el «aislamiento» de su entorno, le cuesta más enterarse de lo que pasa, le resulta más difícil dar respuestas, y encuentra mayores dificultades para aprender a hablar.

 En los profetas la sordera y la ceguera son símbolos de la resistencia o el rechazo ante el mensaje de Dios; representan a la persona seducida por voces engañosas. Por tanto, a este personaje sin nombre podemos tomarlo como representante de aquellos que -dentro y fuera del pueblo de Dios- no son capaces de prestar oído/obediencia a Dios. Como también de los que están «desconectados» de los demás, y de los que no tienen «voz».

Más allá de la sordera física, existe otra sordera de la que la humanidad, más que curada, tiene que ser salvada: “es la sordera del espíritu, que levanta barreras cada vez más altas a la voz de Dios y del prójimo, especialmente al grito de socorro de los últimos y de los que sufren, y que encierra al hombre en un profundo y corrosivo egoísmo”. (Benedicto XVI, Nov 2009)

Isaías anunciaba hoy que «Dios en persona» vendría a despegar los ojos del ciego, que abriría los oídos del sordo y cantaría la lengua del mudo. Esto nos ayuda a comprender mejor la escena del Evangelio y a situarnos para que esta historia... nos diga algo a cada uno. Veamos:

 No es extraño que nos volvamos sordos a nuestra propia voz interior. Esa voz que nos «dice» que nuestro estilo de vida realmente no nos gusta, que nos hemos dejado manejar por otros, que nos estamos volviendo muy superficiales o vulgares. Esa voz del corazón/conciencia que nos reprocha habernos puesto en el centro del mundo, haciendo caso sólo a lo que nos interesa y a los que nos interesan, volviéndonos sordos a lo que pudiera complicarnos la vida. Son esos sentimientos que nos dicen cómo somos de verdad, qué nos duele y por qué, lo que debiéramos corregir o cambiar, a qué se debe que nos sintamos incómodos, violentos, malhumorados, irritables, cansados o deprimidos...

Se trata de una sordera «voluntaria» e interesada, para la que echamos mano de ruidos, actividades, palabrería, superficialidad, viviendo pendientes de las vidas ajenas, y con escaso tiempo para la reflexión. Pero así ¿qué palabras verdaderas y con sentido podremos decir? ¿Cómo vamos a relacionarnos de corazón a corazón?...

Esto nos pasa porque somos «cobardes de corazón» como decía hoy el profeta. Y por ese camino nos vamos volviendo unos «extraños» para nosotros mismos, y acabamos en «tierra extranjera».

 También es frecuente la sordera para las ondas que nos están enviando nuestros hermanos los hombres.

No nos llegan a los oídos los continuos mensajes que envían personas que viven con nosotros, incluso de nuestras propias familias. Nos están pidiendo, tal vez, una sonrisa, un rato de escucha, un detalle de cariño, un paseo juntos, una palabra de perdón o agradecimiento...

Y menos todavía los quejidos de dolor de «los otros»:

+ La soledad de tantas personas mayores en sus casas o Residencias de Mayores.

+ De tantos emigrantes que están lejos de sus familias, tratando de salir adelante para poder enviarles como sea algo de dinero...

+ Esos africanos que se juegan la vida en nuestras fronteras, para huir de la pobreza y de las guerras y de la escasez de recursos...

+ La frustración de tantos jóvenes que no pueden desarrollar su vocación por el mercado laboral, no pueden independizarse de sus padres, comprar una vivienda... O los parados de larga duración...

+ Y no oímos los tambores de guerra y hambre en tantos rincones de nuestro planeta: Siria, Yemen, Afganistán, Etiopía, República Democrática del Combo, Burkina Faso, Haiti, Mozambique, Libia...

+ También hay que escuchar de una vez el clamor de la Tierra, la “hermana tierra” que clama al cielo porque es oprimida y devastada por los hombres (Laudato Si, 2, Papa Francisco).


 Por último está la sordera a la voluntad de Dios. No hemos aprendido mayoritariamente a leer el paso de Dios por nuestra vida y en los acontecimientos sociales, a escuchar (y entender) la Palabra de Dios, tratando de aplicarla a nuestra vida, la voz de Dios en la Iglesia, en los pobres... Muchos no han sido formados en el discernimiento...

Con demasiada frecuencia oímos las lecturas de la liturgia como si tal cosa, a pesar de que luego las aclamemos como «Palabra de Dios». La mayoría de las veces ni nos enteramos. O pensamos que no van con nosotros, y las aplicamos rápidamente a «ya sabemos quién». O nos refugiamos en el «no entiendo nada», sin hacer gran cosa por aprender el «idioma de Dios». Es frecuente que no se nos pase por la cabeza que Dios tenga algo que decir en las cosas que nos van pasando en la vida de cada día o en las que tenemos que decidir... y por eso ni siquiera nos detenemos a escucharle. Le hablamos, le pedimos, le contamos... pero estamos «sordos» a la voz del Señor. Quien no escucha su voz... no acierta a saber qué decirle y cómo.

Así que, con toda seguridad, tenemos mucho en común con este personaje sin nombre que le llevan a Jesús. ¿Y qué hará Jesús con nosotros? ¿Cómo podrá sacarnos de nuestra sordera y nuestra dificultad para expresarnos?

 Lo primero es apartarnos un poco de la gente. El encuentro con nosotros mismos, el silencio y la calma. El poder mirar las cosas con un poco de perspectiva. Es imposible que el Señor cure nuestra sordera mientras estemos empeñados en estar metidos hasta las cejas en el jaleo exterior y en la sordera interior. Prestar atención a la voz del corazón, donde a menudo nos habla el mismo Dios.

 En segundo lugar quedarnos a solas con él, entrar en contacto con el Maestro y con su palabra. No basta con el silencio o con escuchar lo que llevarnos por dentro (aunque no es poco todo eso).

Necesitamos que Él nos toque la lengua, los oídos, el cuerpo entero (la Eucaristía es un lugar expresamente a propósito para ello). Necesitamos echar una mirada al cielo, un «suspiro» que nos abra y acoja el poder del Espíritu, de modo que las Palabras de Jesús sean transformadoras para mí. Por ejemplo, «¡ábrete!», «sé fuerte», «no temas», «mira a tu Dios que viene a ti en persona»...

 Luego vendrá el contar a otros lo que Dios ha hecho conmigo, lo que me ha descubierto, los horizontes que me abre, las palabras que salen desde un corazón que sabe escuchar, y que son capaces de transmitir el asombro y la alegría.

Entonces, como un discípulo al que el Señor espabila el oído cada mañana, y nos da una lengua de iniciados (así decía también Isaías en otro lugar) seremos enviados a atravesar todos los caminos y ciudades para salir al encuentro de tantos que aún no han descubierto ni se han asombrado de ese Señor que «todo lo ha hecho bien».

Enrique Martínez de la Lama-Noriega, CMF

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

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