jueves, 25 de marzo de 2021

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 1,26-38


Evangelio según San Lucas 1,26-38
El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,

a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.

El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".

Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.

Pero el Ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido.

Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;

él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,

reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".

María dijo al Ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?".

El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.

También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,

porque no hay nada imposible para Dios".

María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el Ángel se alejó.


RESONAR DE LA PALABRA


Hijos de Abrahán

Abrahán, el padre de los creyentes, recibe junto con su nombre una promesa: será padre de muchedumbre de pueblos; pero también una tarea: él y los que nazcan de él deberán guardar la palabra que, en forma de alianza, han recibido de Dios. La vocación de Abrahán transciende el espacio y el tiempo: no se limita a un territorio (el de un determinado pueblo), ni a una porción de la historia. Abrahán no es padre un pueblo numeroso (formado por una muchedumbre), sino “de una muchedumbre de pueblos”. La promesa hecha a Abrahán se dirige a todos los pueblos, a la humanidad entera: es una palabra de vida, que da vida sin exclusiones.

Jesús, de modo paralelo al pasaje del monte Tabor, en el que aparece como el cumplimiento de todo lo que decían la Ley y los Profetas, revindica aquí que la promesa hecha a Abrahán se cumple en él. Él es el fin y el sentido de toda la historia de salvación, el cumplimiento de la promesa hecha a Abrahán. Él es la palabra encarnada que, si se acoge y se guarda, da vida: “quién guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”.

El diálogo de Jesús con los judíos se da en dos niveles (recordemos lo dicho por Jesús poco antes, en el v. 23: “vosotros sois de abajo, yo soy de arriba”), lo que dificulta, incluso impide el entendimiento. Los judíos entienden sus palabras como referidas a la muerte biológica, que nos afecta a todos sin excepción, puesto que también los patriarcas y profetas murieron. Pero Jesús no habla de esta muerte, que él mismo está dispuesto a asumir, y no como un accidente indeseado, sino como centro y culmen de su vida y misión. Se trata, pues, de otra muerte, “la muerte para siempre” (que sería incluso compatible con la inmortalidad del alma), la muerte que supone la radical separación de Dios, fuente de la vida verdadera y plena, una vida radicada en el Amor.

Los verdaderos hijos de Abrahán tampoco lo son por una descendencia meramente biológica, sino por la disposición interior ante Dios, que se expresa en ese postrarse ante Él rostro en tierra. Hijos de Abrahán son los hombres de fe (cf. Gal 3, 7), los que acogen al que cumple las promesas hechas a Abrahán, es decir, a la misma Palabra encarnada. Guardar la palabra significa creer en Jesús y dejar que su palabra se encarne en nosotros.

También nosotros, creyentes en Jesús, podemos comportarnos como los que “son de abajo”, si escuchamos la Palabra, pero no hacemos de ella la norma y la guía de nuestra vida, el criterio de nuestras decisiones, si buscamos a Dios sólo para pedirle favores, o que nos saque de apuros, pero lo olvidamos en cuanto nos va relativamente bien en esta vida “de aquí abajo”. “Aquí abajo” no vamos a vivir para siempre. Pero si, dando a las cosas de aquí abajo (salud, bienestar, prestigio…) el valor relativo que tienen, y las elevamos a la perspectiva del que es “de arriba”, de Jesús (guardando su palabra y usando esos bienes para hacer el bien, ayudando a los demás, siendo testigos de la verdad…), entonces no veremos la muerte para siempre.

Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

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