domingo, 11 de septiembre de 2022

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 15,1-32


Evangelio según San Lucas 15,1-32
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.

Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".

Jesús les dijo entonces esta parábola:

"Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?

Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría,

y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido".

Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse".

Y les dijo también: "Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla?

Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido".

Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte".

Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos.

El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.

Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.

Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.

Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.

El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.

Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!

Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;

ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.

Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.

El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'.

Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.

Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,

porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.

El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.

Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.

El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.

El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,

pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.

¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.

Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.

Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".


RESONAR DE LA PALABRA

El arrepentimiento de Dios… y el nuestro

Durante el año litúrgico C leemos dos veces la parábola del Hijo pródigo: en el domingo cuarto de Cuaresma y, junto con las otras parábolas de la misericordia, en este domingo 24 del tiempo ordinario. Pero no se trata de una mera repetición: el diferente acento lo marcan las respectivas primera y segunda lectura. Allí se insistía en el arrepentimiento del hombre, llamado a reconciliarse con Dios. Ahora, en cambio, se mira sobre todo a la actitud de Dios ante el pecador; se puede decir que se subraya el arrepentimiento de Dios: “el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”. Esto nos invita a reflexionar sobre la imagen que tenemos de Dios y, tal vez, a modificarla. No se trata de nuestro “concepto teórico” de Dios, pues Dios no cabe en ningún concepto y los desborda a todos. La cuestión es práctica y existencial, pues trata de su actitud ante nosotros: es ahí donde descubrimos que Dios nos supera y sorprende. Un Dios que se arrepiente… ¿Qué quiere decir esto? ¿Cuál es la actitud de Dios ante el mal y el pecado?

Son muchos los que acusan a Dios de permanecer indiferente ante el mal del mundo. Aquí se apoya uno de los argumentos más fuertes contra la existencia de Dios, que se esgrimió sobre todo en la cultura moderna. Aunque, todo hay que decirlo, la no existencia de Dios, lejos de resolver el problema del mal lo hace irresoluble.

Otros, en cambio, piensan que Dios reacciona ante el pecado humano castigando a los pecadores. Aunque esta mentalidad era popular en la antigüedad, todavía pervive hoy en diversas religiones e, incluso, entre no pocos cristianos. Desgracias individuales y colectivas se contemplan como consecuencias más o menos directas del pecado humano y de la actividad punitiva de Dios. Así que, contra los que se quejan de que Dios permanezca impasible ante el mal, encontramos aquí una respuesta que, la verdad, no nos sirve de mucho consuelo. Porque, si antes se quejaban de la inactividad divina, ahora alzarán la voz contra su indebida intromisión en asuntos de estricta competencia humana… ¿En qué quedamos? ¿Interviene Dios o no interviene? ¿Queremos nosotros que intervenga, o preferimos que no lo haga? Y, si sí, ¿en qué sentido?

Posiblemente, para responder adecuadamente a estas difíciles preguntas, lo mejor es dejar de filosofar (aun sin tener nada contra esa noble actividad) y ponerse a la escucha de la Palabra, que nos dice que Dios no permanece impasible ni ocioso ante el mal y el pecado, pero que lo que hace nada tiene que ver con la actividad punitiva que le atribuyen algunos.

La Palabra propone como trasfondo de la actitud de Dios hacia el hombre tres pecados de especial gravedad. En la primera lectura se habla de idolatría, esto es, de la divinización indebida de realidades naturales. En la carta a Timoteo Pablo se acusa a sí mismo con dureza y sin tapujos (“blasfemo, perseguidor, insolente”) de haber perseguido a Cristo; no es que haya adorado a un falso dios, sino que se ha opuesto al verdadero. En estos tiempos de subjetivismo rampante nos cuesta aceptar el discurso sobre el verdadero Dios, la verdadera religión y, en consecuencia, el pecado de haberse opuesto a la Verdad en nombre de lo que uno consideraba verdadero. En realidad, Pablo concede los derechos de la conciencia errónea al mitigar su autoacusación (“yo no era creyente y no sabía lo que hacía”), pero no por eso se considera justificado. El ser humano no tiene sólo el deber de actuar de acuerdo a lo que le parece bueno y verdadero, sino también el de buscar con sinceridad lo que lo es realmente. Por fin, el evangelio personifica en el hijo pródigo el pecado de negación del padre y la depravación de una vida desenfrenada y egoísta.

¿Cuál es la reacción de Dios ante estos (y otros) pecados? La primera lectura parece atribuirle el propósito de castigar a los idólatras borrándolos de la faz de la tierra. Sólo ante la oposición e intercesión de Moisés Dios “se arrepiente” de su propósito y aplaca su ira. Pero, ¿qué significa esto? ¿Hay que entenderlo al pie de la letra? ¿Es que acaso hemos de aceptar que Moisés era mejor que el mismo Dios? Sería absurdo. El “arrepentimiento” de Dios ante la intercesión de Moisés es un bello recurso literario, que subraya que, si bien el pecado del hombre es autodestructivo, Dios reacciona con la misericordia y el perdón. El papel de Moisés como intercesor ante Dios a favor del pueblo nos recuerda que el hombre participa de los designios salvíficos de Dios, que Dios mismo se apoya en la mediación humana y, en definitiva, aquí se anticipa proféticamente la mediación exclusiva y definitiva de Jesucristo.

Pablo confirma en la carta a Timoteo lo que acabamos de decir con tanta claridad, que apenas cabe más comentario que releer esas palabras llenas de fuerza y confianza sobre el derroche de gracia, de amor, de compasión y de paciencia que Dios se gasta con nosotros.

Por si quedaban dudas, las parábolas de la misericordia deberían ser el argumento definitivo. Dios no sólo perdona, salva y recrea, sino que, cuando el hombre “se pierde”, sale a su encuentro, lo busca con ahínco y esmero, sin ahorrar esfuerzos. Así lo ha manifestado en Cristo, que para encontrar y salvar al pecador ha ido hasta el extremo de la muerte.

Se dice que los pastores conocen a sus ovejas una por una y no en “rebaño”. Así nos conoce y nos busca Dios. Somos para él más valiosos que la moneda perdida de la mujer de la segunda parábola, que seguro que no había perdido unos céntimos, sino el pan de sus hijos. Cualquiera entiende qué supone perder la garantía el sustento propio y de los suyos. Pero Jesús ahonda aún más su enseñanza sobre la misericordia: somos más que una oveja conocida por el nombre, o el tesoro que nos promete la supervivencia; para Dios somos como el hijo único, amado con un amor exclusivo, que es como los buenos padres y, sobre todo, las buenas madres quieren a cada uno de sus hijos, por muchos que tengan. Un amor exclusivo es un amor incondicional, que sale al encuentro del hijo perdido “cuando estaba todavía lejos”, un amor que no reprocha ni castiga, sino que abraza, recrea y festeja la vuelta a casa. Dios, en efecto, tiene una actitud activa ante el pecado y el mal, pero también respetuosa hacia la libertad humana, a la que no fuerza si ésta no presta su acuerdo. Y es que el perdón de Dios es incondicional, pero nosotros podemos recibirlo sólo si nos abrimos a él. De ahí la necesidad del arrepentimiento.

La idea del castigo divino por el pecado se parece más a una proyección nuestra que clama venganza y se cierra a la misericordia. Es precisamente un género de pecado que no aparecía en el listado anterior: es el pecado del hijo mayor, de los que se pretenden justos y niegan el perdón de los “perdidos” que vuelven a casa, y exigen para ellos los castigos adecuados. Es el pecado de los fariseos, para los que Jesús cuenta estas parábolas, con las que quiere purificar nuestra imagen de Dios, al revelarlo como un Padre lleno de amor. El fariseo (de entonces y de siempre) mira a Jesús con mirada torva y bien puede retorcer el argumento, oponiendo ahora que, entonces, ese Dios bonachón consentiría el mal al no castigarlo. Pero ya hemos dicho que no es verdad, que lo que Dios ha hecho es lo máximo que se puede hacer: en Cristo ha tomado sobre sí el pecado del mundo hasta el extremo de la cruz, para convertir la muerte en vida, el pecado en gracia.

Pero no nos convirtamos nosotros en fariseos de los fariseos, considerando que son estos últimos los que no tienen remedio. Pablo, al fin y al cabo, era un fariseo y fue el que descubrió en su propia vida que lo que no podía la ley, sí lo podía la gracia. Y es que la imagen de Dios que la Palabra nos trasmite hoy es precisamente la de un Padre que espera activamente el regreso de sus hijos, y que no desespera de ninguno, ni siquiera de los buenos.

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

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