Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro recorrido por el mundo de los Padres de la Iglesia, hoy quiero guiaros hacia una parte poco conocida de este universo de la fe, es decir, a los territorios en los que florecieron las Iglesias de lengua semítica, sobre las que todavía no había influido el pensamiento griego. Esas Iglesias se desarrollaron a lo largo del siglo IV en Oriente Próximo, desde Tierra Santa hasta el Líbano y Mesopotamia.
Durante ese siglo, que fue un período de formación a nivel eclesial y literario, en dichas comunidades se manifestó el fenómeno ascético-monástico con características autóctonas, que no experimentaron la influencia del monaquismo egipcio. Por tanto, las comunidades siríacas del siglo IV representan al mundo semítico, del que salió la Biblia misma, y son expresión de un cristianismo cuya formulación teológica aún no había entrado en contacto con corrientes culturales diversas, sino que vivía de formas de pensamiento propias. Son Iglesias en las que el ascetismo bajo varias formas eremíticas (eremitas en el desierto, en las cuevas, recluidos y estilitas) y el monaquismo bajo formas de vida comunitaria desempeñan un papel de vital importancia en el desarrollo del pensamiento teológico y espiritual.
Quiero presentar este mundo a través de la gran figura de Afraates, conocido también con el sobrenombre de “sabio”, uno de los personajes más importantes y, al mismo tiempo, más enigmáticos del cristianismo siríaco del siglo IV.
Originario de la región de Nínive-Mosul, hoy en Irak, vivió en la primera mitad del siglo IV. Tenemos pocas noticias sobre su vida; en cualquier caso, mantuvo relaciones estrechas con los ambientes ascético-monásticos de la Iglesia siríaca, acerca de la cual nos transmitió algunas noticias en su obra y a la cual dedicó parte de su reflexión. Según algunas fuentes, dirigió incluso un monasterio y, por último, fue consagrado obispo. Escribió veintitrés discursos conocidos con el nombre de Exposiciones o Demostraciones, en los que trató diversos temas de vida cristiana, como la fe, el amor, el ayuno, la humildad, la oración, la misma vida ascética, y también la relación entre judaísmo y cristianismo, entre Antiguo y Nuevo Testamento. Escribió con un estilo sencillo, con frases breves y con paralelismos a veces contrastantes; sin embargo, logró hacer una reflexión coherente, con un desarrollo bien articulado de los diversos temas que trató.
Afraates era originario de una comunidad eclesial que se encontraba en la frontera entre el judaísmo y el cristianismo. Era una comunidad muy unida a la Iglesia madre de Jerusalén, y sus obispos eran elegidos tradicionalmente de entre los así llamados “familiares” de Santiago, el “hermano del Señor” (cf. Mc 6, 3), es decir, eran personas unidas con vínculos de sangre y de fe a la Iglesia jerosolimitana.
La lengua de Afraates era el siríaco; por tanto, una lengua semítica como el hebreo del Antiguo Testamento y el arameo, hablado por Jesús mismo. La comunidad eclesial en la que vivió Afraates era una comunidad que trataba de permanecer fiel a la tradición judeocristiana, de la que se sentía hija. Por eso, mantenía una relación estrecha con el mundo judío y con sus libros sagrados. Afraates, significativamente, se definía a sí mismo “discípulo de la sagrada Escritura” del Antiguo y del Nuevo Testamento (Exposición 22, 26), que consideraba su única fuente de inspiración, recurriendo a ella tan a menudo que la convierte en el centro de su reflexión.
Los temas que Afraates desarrolla en sus Exposiciones son muy variados. Fiel a la tradición siríaca, presenta a menudo la salvación realizada por Cristo como una curación y, por consiguiente, presenta a Cristo mismo como médico. En cambio, considera el pecado como una herida, que sólo la penitencia puede sanar: “Un hombre que ha sido herido en la batalla —decía Afraates— no se avergüenza de ponerse en manos de un médico sabio (…); del mismo modo, quien ha sido herido por Satanás no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, pidiendo la medicina de la penitencia” (Exposición 7, 3).
Otro aspecto importante en la obra de Afraates es su enseñanza sobre la oración y, en especial, sobre Cristo como maestro de oración. El cristiano ora siguiendo la enseñanza de Jesús y su ejemplo orante: “Así, nuestro Salvador ha enseñado a orar, diciendo: “Ora en lo secreto a Aquel que está en lo secreto, pero ve todo”; y también: “Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6) (…). Lo que quiere mostrar nuestro Salvador es que Dios conoce los deseos y los pensamientos del corazón” (Exposición 4, 10).
Para Afraates, la vida cristiana se centra en la imitación de Cristo, en tomar su yugo y seguirlo por el camino del Evangelio. Una de las virtudes más convenientes para el discípulo de Cristo es la humildad. No es un aspecto secundario en la vida espiritual del cristiano: la naturaleza del hombre es humilde, y es Dios quien la eleva a su misma gloria. La humildad —observa Afraates— no es un valor negativo: “Aunque la raíz del hombre está plantada en la tierra, sus frutos suben hasta el Señor de la grandeza” (Exposición 9, 14). Si es humilde, el cristiano, incluso en la realidad terrena en la que vive, puede entrar en relación con el Señor: “El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra; y los ojos de su mente, la altura excelsa” (Exposición 9, 2).
La visión que tiene Afraates del hombre y de su realidad corporal es muy positiva: el cuerpo humano, siguiendo el ejemplo de Cristo humilde, está llamado a la belleza, a la alegría y a la luz: “Dios se acerca al hombre que ama, y es justo amar la humildad y permanecer en la condición de humildad. Los humildes son sencillos, pacientes, amados, íntegros, rectos, expertos en el bien, prudentes, serenos, sabios, tranquilos, pacíficos, misericordiosos, dispuestos a convertirse, benévolos, profundos, ponderados, agradables y deseables” (Exposición 9, 14).
En Afraates la vida cristiana se presenta a menudo con una clara dimensión ascética y espiritual: la fe es su base, su fundamento, pues transforma al hombre en un templo donde habita Cristo mismo. Así pues, la fe hace posible una caridad sincera, que se manifiesta en el amor a Dios y al prójimo.
Otro aspecto importante en Afraates es el ayuno, que interpretaba en sentido amplio. Hablaba del ayuno del alimento como una práctica necesaria para ser caritativo y virgen, del ayuno constituido por la continencia con vistas a la santidad, del ayuno de las palabras vanas o detestables, del ayuno de la cólera, del ayuno de la propiedad de los bienes con vistas al ministerio, y del ayuno del sueño para dedicarse a la oración.
Queridos hermanos y hermanas, para concluir, volvamos una vez más a la enseñanza de Afraates sobre la oración. Según este antiguo “sabio”, la oración se realiza cuando Cristo habita en el corazón del cristiano, y lo invita a un compromiso coherente de caridad con el prójimo. En efecto, escribe: “Consuela a los afligidos; visita a los enfermos; sé solícito con los pobres: esta es la oración. La oración es buena, y sus obras son hermosas. La oración es aceptada cuando consuela al prójimo. La oración es escuchada cuando en ella se encuentra también el perdón de las ofensas. La oración es fuerte cuando está llena de la fuerza de Dios” (Exposición 4, 14-16).
Con estas palabras, Afraates nos invita a una oración que se convierte en vida cristiana, en vida realizada, en vida impregnada de fe, de apertura a Dios y, así, de amor al prójimo.
Catequesis del 21 de Noviembre del 2007
Por Benedicto XVI
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