miércoles, 29 de junio de 2016

Redes que atrapan. Cuando los lazos nos amarran



Quien no se ha sentido cercano a una relación no es de este mundo. Cuando éramos pequeños, alguien nos alimentó, nos cuidó, nos protegió y por eso llegamos hasta aquí. También, hemos sentido apego hacia alguna persona, hemos amado, estimado o sentido un gran aprecio por alguien que consideramos significativo en nuestras vidas. Experimentar la cercanía hacia una persona fue necesario, tanto, que esa cercanía sigue vigente en nuestras vidas, y en algunas ocasiones, perdura a lo largo el tiempo.

Hemos escuchado diversos puntos de vista acerca del apego en los seres humanos, por ejemplo: que apegarnos a alguien o a algo es signo de dificultades en la vida afectiva; que sentirse profundamente apegado es algo negativo; en contraste, algunos consideran el apego como un proceso natural que posibilita las relaciones interpersonales, en fin. Pudieran tener algo de razón estas aseveraciones, por contrarias que parezcan, aunque, es menester plantearnos que es difícil para el ser humano identificar cuando un apego va más allá de una relación interpersonal necesaria.

Llegamos al mundo en un estado de absoluta indefensión, y sobrevivimos gracias a que alguien nos brindó los cuidados pertinentes. Ahí aprendimos a vincularnos. El bebé estuvo durante nueves meses conectado simbióticamente con su madre porque sólo así podía sobrevivir, pues comía y respiraba a través de ella. La tarea se complicó cuando de pronto se descubre un ser separado que tiene que vérselas solo en la vida. Se dice que, cuando bebés, establecimos una relación simbiótica con nuestra madre, pero fue necesaria cierta separación para poder crecer.

Crecer duele, pues significa perder cosas para adquirir nuevas. El crecimiento de la persona implica un constante movimiento en el que hay que cambiar de posición puesto que las exigencias de la vida así lo marcan. ¿Qué pasa cuando nos quedamos suspendidos en ese momento primordial de simbiosis, ya no con nuestra madre sino con las personas que llegan a nuestra vida?

Los teóricos señalan que durante la niñez existe un momento en que surge una cierta individuación que permite al niño conocer el mundo más allá de su madre. Este conocimiento del mundo nos dará las herramientas para enfrentarnos a las crisis pero también a las experiencias gratificantes a las que estaremos expuestos al crecer. ¿Cuál es el resultado de esta individuación? El conocimiento de sí, el saberse uno en el mundo que necesita de otros y reconocerse carente y, por tanto, con la capacidad de amar. El problema surge cuando definimos esta capacidad de amar en función de otro.

Encontramos miles de formas para relacionarnos, ya sea a través de la agresión, a través de la sumisión, a través del poder o a través de la evitación (aunque es bien sabido que aquel que evita también comunica algo); sin embargo, al amar, tendemos a buscar ese encuentro protector que tuvimos con nuestra madre. Si bien, ese encuentro será imposible de alcanzar puesto que nos valemos por nosotros mismos ahora, habrá momentos en el futuro en que necesitaremos de esa mirada protectora para sentirnos bien.

Estar atrapado en una relación simbiótica nos conduce a perder esa oportunidad de individuación y, así, también se pierde la satisfacción de conocer la riqueza que conlleva el descubrimiento de cosas nuevas. La simbiosis no es más que perderse en el otro. Perderse uno mismo en una relación, ya sea amorosa, fraternal o incluso con nuestra madre siendo adultos, es amar parcialmente aunque aparentemente no.

¿Acaso amar no conlleva una cierta renuncia a uno mismo? ¿Cómo saber cuándo una relación no está fundada en el amor? Una relación simbiótica absorbe al individuo, lo despoja de toda posibilidad de libertad; sobretodo cuando existe el temor de aventurarse a descubrir su propio potencial. Cuando existe este temor, encontramos de fondo que escapamos a la libertad porque resulta más fácil que alguien nos siga cargando, es más cómodo pensar que nuestra supervivencia depende de otro a reconocer que nuestro devenir, y por tanto, nuestra felicidad, tienen como principal autor aquello que ha estado con nosotros desde el momento de nacer: nuestra propia esencia, que es irremediablemente enlazada a Otro.

fuente ALMAS

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