El árbol de nuestra alma, enraizado en el valle de la humildad
Debe ser como un árbol profundamente enraizado en el valle de la verdadera humildad, para que el viento del orgullo no pueda volcar su alma, que es un árbol de amor. Dios la creó por amor, viene del amor y sólo puede vivir de amor, del santo amor de Dios. (…)
¿Cómo trasplantar este árbol en el valle y la tierra de la humildad? Sólo podemos ser humildes teniendo un verdadero conocimiento de nosotros mismos, odiando y despreciando la sensualidad. Entonces estaremos entre dos grandes montañas que reciben los asaltos de vientos contrarios: la virtud de fortaleza y la de paciencia. Más los vientos son contrarios, más el alma se fortifica y muestra su fuerza probada en la paciencia.
Entonces las virtudes se conservan y alimentan con la doctrina y la edificación del prójimo. El alma porta las flores perfumadas de sus santos pensamientos, juzgando sanamente las cosas, considerando en ella y en el prójimo la voluntad de Dios, que sólo quiere nuestro bien, y no viendo la voluntad de los hombres. También, mortificando su juicio, matando su voluntad, manteniendo y alimentando el árbol de la caridad hacia el prójimo con un ardiente deseo de la salvación de los hombres y gozando de este alimento en honor a Dios.
¡Qué hermoso es el árbol de nuestra alma! Cuando está bien plantado se adorna con la humildad del Cordero sin mancha, que nos ha dado la vida, y se ilumina con el sol de la gracia y la misericordia, que todos nuestros méritos no podrían obtener. Dios se humilló hasta el hombre al darnos al tierno Verbo. El Verbo, el Hijo de Dios, se abajó con su paciencia hasta la muerte vergonzosa de la Cruz. Nuestras acciones y virtudes únicamente adquieren méritos por su humildad y por la virtud de su preciosa sangre vertida con tanto amor.
Santa Catalina de Siena (1347-1380)
terciaria dominica, doctora de la Iglesia, copatrona de Europa
Carta 69 a Maese André Vanni (Lettres I, Téqui, 1976), trad. sc©evangelizo.org
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