“Padre nuestro que estás en los cielos, que tu Nombre sea santificado”
“Padre nuestro”. Confesamos con nuestros labios que el Dios y Señor del universo es nuestro Padre. Así hacemos profesión de haber sido apelados de la condición servil a la condición de hijos adoptivos.
Continuamos diciendo: “Que estás en los cielos”. El tiempo de nuestra vida no es más que un exilio y esta tierra, una tierra extranjera que nos separa de nuestro Padre. ¡Huyamos de ella y con todo el ardor de nuestro deseo, apresurémonos hacia la que proclamamos región donde reside nuestro Padre! Una vez llegados a la dignidad de hijos de Dios, arderemos con la ternura que está en el corazón de todos los buenos hijos. Sin mirar más nuestros intereses, tendremos sólo pasión por la gloria de nuestro Padre.
Le diremos “Que tu Nombre sea santificado”, testimoniando así que su gloria es todo nuestro deseo y alegría. Imitamos de este modo al que dijo “El que habla por su cuenta busca su propia gloria, pero el que busca la gloria de aquel que lo envió, ese dice la verdad y no hay nada de falso en él” (Jn 7,18). (…)
Estas palabras “Que tu Nombre sea santificado”, podrían también interpretarse en el sentido que Dios es santificado por nuestra perfección. Decirle “Que tu Nombre sea santificado”, sería como pedirle “Padre, vuélvenos tales que meritemos conocerte, comprender la grandeza de tu santidad o, por lo menos, que esta santidad irradie en nuestra vida espiritual”. Entonces se cumplirán estas palabras: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,16).
San Juan Casiano (c. 360-435)
fundador de la Abadía de Marsella
De la oración, XVIII (SC 54, Conférences VIII-XVII, Cerf, 1958), trad. sc©evangelizo.org
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