martes, 24 de noviembre de 2015

Falta de cofianza en uno mismo para la grandeza

Ron Rolheiser
Traducción Benjamín Elcano
Lunes, 23 de noviembre de 2015
publicado en Ciudad Redonda

Todos nosotros tenemos nuestras propias imágenes de grandeza en cuanto éstas atañen a la virtud y santidad. Por ejemplo, pintamos a san Francisco de Asís besando a un leproso; o a Madre Teresa acariciando públicamente a un mendigo agonizante; o a Juan Pablo II de pie ante una multitud de millones de personas a quienes dice cuánto las quiere; o Teresa de Lisieux diciendo a una compañera de comunidad que ha sido deliberadamente cruel con ella, cuánto la ama; o incluso la Verónica, icono de la escena de la pasión, que en medio de todo el temor y la brutalidad del camino de la cruz se abalanza a enjugar el rostro de Jesús.

Hay algunos rasgos comunes en estas imágenes que hablan de un modo de ser excepcional; pero hay aquí otro común denominador que habla de excepcionalidad de una manera diferente, esto es, cada una de estas personas tuvo una auto-imagen y una auto-confianza excepcionalmente fuertes.

Supone más que sólo un gran corazón cruzar lo que te separa de un leproso; supone también una fuerte auto-confianza. Supone más que un corazón empático acariciar públicamente a un mendigo agonizante; supone también una auto-imagen muy robusta. Supone más que mera compasión estar ante millones de personas y anunciarles que las amas y que es importante que ellas oigan esto de ti; supone también rara confianza interior. Supone más que un alma santa soportar una deliberada crueldad con expresivo afecto; también requiere que primero tú mismo hayas experimentado un profundo amor en tu vida. Y supone más que simple coraje ignorar la amenaza e histeria de una muchedumbre con deseos de linchamiento hasta abalanzarse a una intoxicada multitud y enjugar cariñosamente el rostro de aquel al que esa multitud odia; supone a alguien que primero ha experimentado un fuerte amor de algún otro. Para amar, primeramente debemos ser amados. No podemos dar lo que no hemos recibido.

Grandes hombres y mujeres como san Francisco, Madre Teresa, Juan Pablo II y Teresa de Lisieux son también personas con una sorprendente auto-confianza. No dudan de que Dios les ha agraciado de manera especial con algunos dones, y tienen la confianza de ponerlos de manifiesto públicamente. Lo triste es que muchos de nosotros -quizá la mayoría- simplemente estamos sin la suficiente auto-imagen y auto-confianza para hacer lo que ellos hicieron. Acaso nuestros corazones son justamente tan afectuosos como los suyos y nuestra empatía tan profunda, pero, por toda clase de razones -no las menos por el modo como hemos sido heridos, y la vergüenza y reticencia nacidas de eso- nos es existencialmente imposible situarnos, como estos gigantes espirituales, delante del mundo y decir: “¡Os amo, y es importante que oigáis esto de mí!” Nuestras lenguas, con toda seguridad, irrumpirían mientras una voz interior estaría diciendo: “Quién piensas que eres? ¿Quién eres tú para pensar que el mundo necesita oír de tu amor especial?”

A decir verdad, demasiado frecuentemente eso no es virtud, ahí está nuestro problema; es auto-confianza. Mayormente no somos malos, sólo estamos heridos. William Wordsworth dijo una vez algo en el sentido de que nosotros juzgamos con frecuencia a una persona ser fría cuando solamente está herida. ¡Qué verdad!

Por suerte, Dios no juzga por apariencias. Dios lee el corazón y discierne entre malicia y herida, entre frialdad y falta de auto-confianza. Dios sabe que nadie puede amar si no ha sido amado primero, y que muy pocos -quizá ninguno- puede mostrar públicamente el corazón de un gigante, el coraje de un héroe y el amor de un santo cuando ese gran corazón, coraje y amor no han sido sentidos primeramente de una manera afectiva y efectiva en la propia vida de esa persona.

Así, ¿de qué nos sirve saber esto? Un auto-conocimiento más profundo es siempre útil y puede haber un consuelo, aunque se espera que no una racionalización, sabiendo que nuestra duda para salir públicamente y hacer cosas como Madre Teresa está quizá más enraizado en nuestra falta de un sano ego que en alguna especie de orgullo y egoísmo. Pero, por supuesto, después de ese consuelo, viene el desafío para tirar las muletas que hemos estado usando para rivalizar con nuestras heridas y nuestra mutilada auto-imagen como para empezar a permitir a nuestro corazón, coraje y amor manifestarse más públicamente. Nuestras lenguas no pararán si hablamos claro sobre nuestro amor y nuestros asuntos, pero sólo sabremos que de hecho lo hacemos una vez. Y para hacer eso, primero tendremos que caminar a través de una paralizante vergüenza a un auto-abandono que hasta ahora no hemos dominado.

Y hay una lección en esto también para nuestro entendimiento del ego en la espiritualidad. Hemos visto invariablemente el ego como malo y lo identificamos con el egoísmo; pero esto resulta demasiado simplista, porque los gigantes espirituales tienen generalmente fuertes egos, aunque sin ser egoístas. Irónicamente, demasiados de nosotros estamos mutilados por un ego demasiado pequeño, y eso es por lo que nunca hacemos grandes cosas como hacen los gigantes espirituales. El egoísmo es malo, pero un ego sano y robusto, no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario