jueves, 31 de mayo de 2018

COMPRENDIENDO LA PALABRA 310518

«Magnificar al Señor y saltar en Dios»

        El Ángel  había anunciado a la Virgen  María los misterios. Para afianzar su fe  mediante algún ejemplo, él anunció la maternidad de una mujer estéril y ya entrada en años, manifestando así que Dios puede hacer todo cuanto le place. Desde que lo supo, María se dirige a las montañas... con el regocijo de su deseo, como quien cumple un piadoso deber, presurosa por el gozo...La gracia del Espíritu santo ignora a los lentos... Bien pronto se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor.«La criatura saltó de gozo en el seno de Isabel, y ella quedó llena del Espíritu Santo...¡Dichosa, dice ella, tú que has creído!»

        Dichosos también vosotros, porque  habéis entendido y creído; pues toda alma creyente concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras. Que en cada uno resida el alma de María para glorificar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, en cambio, por la fe, Cristo es el fruto de todos; pues  toda alma recibe al Verbo de Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde castidad con una pureza intachable. Toda alma, pues, que llega a tal estado proclama la grandeza del Señor, igual que el alma de María la ha proclamado, y su espíritu se ha alegrado en Dios Salvador. Nosotros leemos en otro lugar:«Proclamad conmigo la grandeza del Señor»(Ps 33, 4).

        El Señor, en efecto es engrandecido no porque la palabra humana le pueda añadir algo, sino porque él queda engrandecido en nosotros. Pues «Cristo es la imagen de Dios»(2Co 4,4; Col 1,15).Y por esto, el alma que obra justa y religiosamente engrandece esa imagen de Dios, -a cuya semejanza ha sido creada- y, al engrandecerla, también la misma alma queda engrandecida por una participación de la grandeza divina.


San Ambrosio (c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia 
Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, libro 2,19, 22-23, 26-27; PL 15, 1559-1562.

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