martes, 22 de mayo de 2018

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Marcos 9,30-37.

Evangelio según San Marcos 9,30-37. 
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, 
porque enseñaba y les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará". 
Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. 
Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?". 
Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. 
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos". 
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: 
"El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".


RESONAR DE LA PALABRA 

EL CAMINO DEL SERVICIO

Jesús anda preocupado por las dificultades que ya se entrevén en el horizonte cercano. Llegará el momento en que sea entregado en manos de los hombres. Y por un lado comparte esa inquietud con los discípulos, pero a la vez quiere instruirles, prepararles y dar sentido a ese trágico futuro, que será paso imprescindible para la resurrección.

Ya decían los sabios de Israel, que quien sigue los caminos del Señor, encuentra pruebas y dificultades. Y el propio Jesús ya las ha ido encontrando, porque su mensaje no deja indiferente, remueve conciencias, costumbres, creencias y tradiciones. Y eso siempre es peligroso. Tanto, que los hombres lo matarán. 

Sin embargo, ante tales circunstancias, Jesús quiere seguir siendo absolutamente dueño de sí mismo, no renunciar a su libertad, no asustarse, no dejarse sorprender o atropellar por los acontecimientos, y mantener el corazón firme en Dios Padre. Dicho con otras palabras: no renunciar a su proyecto de vida, a sus convicciones, opciones y valores y proyecto de vida, ni caer en fatalismos, ni conformismos. Menos todavía en huidas. La grandeza de un hombre se mide en los momentos difíciles, conflictivos, duros... para los cuales hay que prepararse. 

Estos momentos nos llegan a todos, quizás de manera imprevisible, quizás de manera progresiva (ir perdiendo salud, por ejemplo). Adelantarse, plantearse cómo vivir los fracasos, las dificultades... y también el momento final.

Jesús no solo piensa en sí mismo, ni para sí mismo: los discípulos cuentan y le preocupan, y cuando comparte con ellos sus reflexiones e inquietudes... se encuentra con que no le entienden, tienen miedo a preguntarle, y andan «preocupados» por cosas muy distintas. En vez de estar pendientes de su Maestro, de «estar» realmente con él, andan pensando en sí mismos. ¿Tan difícil era entenderle? ¿Por qué? ¿Y ese miedo a preguntarle? 

Seguramente, si le hubieran entendido, me atrevo a decir, si hubieran querido entenderle, o le hubieran preguntado sin miedos ni rodeos... no se habrían dedicado a discutir «quién es el más importante». Entenderle era «quedar en evidencia». Entenderle era ponerse de su parte, y arriesgarse como él. Entenderle era plantearse el servicio (Jesús es Siervo que se entrega) y no el reparto de cargos, ni los títulos humanos, ni los «puestos». Los criterios de los seguidores de Jesús todavía son demasiado humanos. Por eso escribirá más tarde el Apóstol Santiago (primera lectura): «¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos que pugnan dentro de vosotros? Ambicionáis y no tenéis...»

Comentaba el Papa Francisco (Febrero 2017):

"Los discípulos eran gente buena, que querían seguir al Señor, servirle... Desde el momento en que la Iglesia es Iglesia hasta hoy, esto ha sucedido, sucede y sucederá. Pensemos en las luchas en las parroquias: ‘Yo quiero ser presidente de esta asociación, escalar un poco', ‘¿Quién es el más grande, aquí? ¿Quién es el más grande en esta parroquia? No, yo soy más importante que aquel, y aquel otro no, porque ha hecho aquella cosa…', y allí, la cadena de los pecados". 

Algunas veces lo decimos con vergüenza nosotros, los sacerdotes, en los presbiterios: ‘Yo querría aquella parroquia…'. No es el camino del Señor, sino el camino de la vanidad, de la mundanidad. También entre nosotros, los obispos, sucede lo mismo: la mundanidad viene como tentación.‘Yo estoy en esta diócesis pero miro hacia aquella que es más importante y me muevo para lograrlo… Sí, uso esta influencia, esta otra, aquella otra, o esta influencia, hago presión, presiono sobre este punto para llegar allá…'. Pidamos siempre al Señor la gracia de avergonzarnos, cuando nos encontramos en estas situaciones. 

Qué bien nos viene revisarnos todos en estos temas. Empezando por el mismo lenguaje que usamos: cuando hablamos de «superior» (?) para referirnos al que ha recibido el ministerio de lavar los pies de sus hermanos; cuando hablamos de «tomar posesión» de un ministerio o servicio o diócesis; cuando procuramos dignidades y títulos, o procuramos ser «amigos» de los poderosos y de los que mandan (y pagamos el precio de la complicidad y el silencio); o traemos a cuento nuestros «méritos», aspiramos a que nos «nombren» para algo... ¡Mundanidad, vanidades, ambiciones!.

El camino del Señor es otro: se trata de acoger y sentar en un trono a otros (recordemos el Magníficat), a tantos que hoy son rechazados, silenciados, despreciados, descartados y hasta eliminados. Niños, mujeres, grupos étnicos...

Los apóstoles de hoy necesitamos también cambiar de mentalidad (metanoia). ¡Tenemos tanto que aprender y tanto que preguntar al Señor -sin miedos- respecto a nuestras aspiraciones y ambiciones! No conviene que el Señor nos «pille» fuera de juego, cuando nos pregunte «de qué andamos discutiendo por el camino». La vanidad, la mundanidad y el poder... siempre son fuente de discusiones y divisiones. ¡Pues eso!

Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

 fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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