domingo, 8 de septiembre de 2013

No temer las malas noticias

Por José H. Prado Flores. 

Un jefe de la sinagoga, y por lo tanto rígido cumplidor de la Ley, de nombre Jairo, fue a buscar a Jesús para que atendiera a su hija única de apenas doce años, que agonizaba. Como no había tiempo qué perder, el Maestro se encaminó a toda prisa a la casa del funcionario. Pero en el camino una mujer que sufría flujos de sangre, interrumpió su paso, no sólo para ser curada, sino invirtiendo el precioso tiempo contando toda su historia clínica y cómo había sido curada al tocar el manto de Jesús.

Así se perdió el valiosísimo tiempo que era necesario para llegar a tiempo a la casa de Jairo. Entonces, llegan los siervos de la casa de jefe de la sinagoga para comunicarle la mala noticia de que su hija ya había muerto y que, por lo tanto, no había nada qué hacer. Lo desaniman diciéndole que ya era inútil cualquier esfuerzo, pues habían desaparecido los signos vitales de la niña. Jesús por el otro lado, le asegura que simplemente crea y tenga fe. El funcionario, con el corazón apachurrado, volteaba a uno y otro lado, sin saber a quién creer: Si a los siervos que le daban una mala noticia o a Jesús que le aseguraba que la niña no había muerto, sino que simplemente estaba dormida (Mt 9, 18-26).

Nuestros periódicos y noticieros están llenos de notas rojas y amarillas que alarman y quitan la paz. De mil formas somos asaltados por acontecimientos alarmantes de terrorismo, injusticia, robos; e, infelizmente, también nosotros nos convertimos en profetas de desventuras que propagamos los reportes negativos de accidentes, enfermedades y corrupción.

Por otro lado, tenemos la Palabra y Promesa de Jesús, que asegura:

No temas, simplemente ten fe: Mc 5, 36.

Nosotros, y solamente nosotros, decidimos a quién escuchar y a quién creer. Para no caer en el pesimismo y la desconfianza que desaniman y quitan fuerzas, el Salmista nos invita a no acoger las malas noticias:

No tiene que temer noticias malas, firme es su corazón, en YHWH confiado: Sal 112, 7.

El 31 de diciembre se reunían los sapos y las ranas del pantano para su competencia anual. El objetivo era llegar a lo alto de una montaña antes de las doce de la noche.

Al atardecer, comenzó la contienda con los brincos de los competidores, que no dejaban de sonreír, con la esperanza de obtener el premio de la carrera.

La multitud de curiosos no creía que pudieran alcanzar la cumbre y miraban con desconfianza el desfile de sapos y ranas. Entonces, comenzaron a decir en voz alta:

- Esos sapos no lo van a conseguir. Es imposible. Qué pena. La montaña es muy alta. No van a poder.

Los sapos más viejos desistían, desanimados por los comentarios de los demás: Es verdad, no podemos; no vale la pena seguir adelante, aseguró convencido el primero. La montaña es demasiado alta, dijo otro, mientras que uno más aseguro: Además, ya no hay tiempo.

Ante los permanentes y crecientes comentarios negativos de los circunstantes, otros sapos también fueron claudicando; convencidos de que se trataba de una misión imposible. Sólo un pequeño batracio no dejaba de saltar, con una sonrisa de oreja a oreja.

Entonces, todas las palabras y comentarios de desánimo se centraron en el sapito. A veces en coro, a veces diferentes animales, le decían con la mejor de las voluntades:

- Ni te esfuerces, no vale la pena; eres demasiado pequeño; si otros no han podido, tú menos. ¿Para qué te cansas? Es inútil, no vas a llegar. Ya no hay tiempo.

Pero el sapito seguía saltando, sin que le influyeran los presagios negativos, mientras las campanas comenzaban a indicar que estaba terminado el tiempo. Pero, antes de la última campanada de las doce de la noche, el sapito cruzó la meta, ante el aplauso y la admiración de todos los animales del pantano.

Las cámaras y los reflectores lo rodearon. Los periodistas le preguntaron cuál había sido su secreto para alcanzar la meta y vencer las predicciones y opiniones negativas.

El sapito no contestaba. Le insistieron para que revelara su secreto. El sapito sacó un papel donde estaba escrito: "Soy sordo".


La sordera ante los las posturas de derrota, es la vacuna para no contaminarnos de tristeza o desánimo. Las palabras que se albergan en nuestra mente tienen un efecto inmediato; para bien o para mal. Por eso, hay que cerrar la puerta al pesimismo.

No puedes evitar los amargos frutos de la frustración de los demás, pero sí eres capaz de inmunizarte contra sus estragos. No permitas que personas con mente negativa derrumben las mejores y más ricas esperanzas de tu corazón. No consientas que los vientos de las críticas apaguen la llama de la esperanza.

Sé sordo al negativismo y pesimismo, así como a quienes desconfían de ti, asegurándote que no puedes realizar tus sueños. Si atiendes y das crédito a quienes te hacen temblar con noticias alarmantes y negativas, vas a vivir en el temor y la zozobra.

Somos receptores tanto de buenas como de malas noticias, pero nosotros tenemos la capacidad de abrirnos a las primeras y cerrarnos a las segundas. Por eso, el Salmista nos invita a no recibir las malas noticias.

Sin embargo, las voces más peligrosas, no vienen de afuera, sino de dentro de nosotros mismos. Por eso, sé sordo a tus gemidos lastimeros que te convierten en víctima y te conducen a la autocompasión. No te creas cuando del fondo de tu corazón brota una voz que repite: "No puedo, no vale la pena, es imposible".

En nuestro interior también generamos fantasmas que nos asustan, como aquella noche de tormenta en el Lago de Tiberíades, el miedo hizo que los discípulos confundieran a Jesús con un fantasma revestido de noche.

No cures, Señor, mi sordera.

Hazme sordo para las malas noticias.

Que no escuche ni se alberguen en mi corazón los pensamientos negativos que crean actitudes pesimistas y destructivas.

Hazme sordo cuando me dicen que no puedo, que es imposible y que no vale la pena.

Hazme sordo, Señor, para no escuchar a los profetas de desventuras, pero al mismo tiempo, transfórmame en alegre mensajero de buenas noticias que no apagan la mecha que humea, sino que creen en milagros y esperan contra toda esperanza (Mt 12, 20; Rom 4, 1, porque mi fe está cimentada en que un muerto ha resucitado al tercer día.

De manera especial hazme sordo a mis voces internas que aparecen como fantasmas para desanimarme y desalentarme. Que no me deje influir, ni siquiera por mí mismo, cuando el cielo se tiña de gris o el mar amenace con tormentas.

Y cuando vengan a decirme que ya no hay nada que hacer, Señor, háblame más fuerte y repíteme: Ve, tu fe te ha salvado. No tengas miedo. Amén.

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