viernes, 18 de abril de 2014

Vía Crucis - Parte I

PRIMERA ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte.
El dedo acusador
«Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc 23,20-25).
Un Pilato atemorizado que no busca la verdad, el dedo acusador y el creciente clamor de la multitud, son los primeros pasos de la muerte de Jesús. Inocente como un cordero cuya sangre salva a su pueblo. Ese Jesús, que ha pasado entre nosotros curando y bendiciendo, es condenado ahora a la pena capital. Ninguna palabra de gratitud por parte del gentío que, en cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se convierte en un caso embarazoso. Lo entrega a la muchedumbre y se lava las manos, enteramente apegado a su poder. Lo entrega para que sea crucificado. No quiere saber nada de él. Para él, el caso está cerrado.
La condena apresurada de Jesús acoge así las acusaciones fáciles, los juicios superficiales entre la gente, las insinuaciones y prejuicios, que cierran el corazón y se convierten en cultura racista, de exclusión y descarte, con cartas anónimas y horribles calumnias. Si acusados, se salta inmediatamente en primera página; si absueltos, se termina en la última.
¿Y nosotros? ¿Sabremos tener una conciencia recta y responsable, transparente, que nunca dé la espalda al inocente, sino que luche con valor en favor de los débiles, resistiéndose a la injusticia y defendiendo por doquier la verdad ultrajada?

ORACIÓN
Señor Jesús,
hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas. Amén

SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas.
El pesado madero de la crisis

© Aleteia
«Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero de la cruz, porque, en él, Jesús lleva consigo todos nuestros pecados. Se tambalea bajo este peso, demasiado grande para un solo hombre (cf. Jn 19,17).
Es también el peso de todas las injusticias que ha causado la crisis económica, con sus graves consecuencias sociales: precariedad, desempleo, despidos; un dinero que gobierna en lugar de servir, la especulación financiera, el suicidio de empresarios, la corrupción y la usura, las empresas que abandonan el propio país.
Esta es la pesada cruz del mundo del trabajo, la injusticia en la espalda de los trabajadores. Jesús la carga sobre sus hombros y nos enseña a no vivir más en la injusticia, sino a ser capaces, con su ayuda, de crear puentes de solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes ni extraviadas en esta crisis.
Volvamos, pues, a Cristo, pastor y guardián de nuestras almas. Luchemos juntos por el trabajo en reciprocidad, superando el miedo y el aislamiento, recuperando la estima por la política y tratando de solventar juntos los problemas.
La cruz, entonces, se hará más ligera, si la llevamos con Jesús y la levantamos todos juntos, porque con sus heridas – resquicios de luz – hemos sido curados.

ORACIÓN
Señor Jesús,
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad. Amén.

TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida

© Aleteia
«Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él» (Is 53,4-5).
Es un Jesús frágil, muy humano, el que contemplamos con asombro en esta estación de gran dolor. Pero es precisamente esta caída en tierra lo que revela aún más su inmenso amor. Está acorralado por el gentío, aturdido por los gritos de los soldados, cubierto por las llagas de la flagelación, lleno de amargura interior por la inmensa ingratitud humana. Y cae. Cae por tierra.
Pero en esta caída, en este ceder al peso y la fatiga, Jesús vuelve a ser una vez más maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras fragilidades, a no desanimarnos por nuestros fallos, a reconocer con lealtad nuestras limitaciones: «El deseo del bien está a mi alcance – dice san Pablo – pero no el realizarlo» (Rm 7,18).
Con esta fuerza interior que viene del Padre, Jesús también nos ayuda a aceptar las debilidades de los demás; a no indignarnos con quien ha caído, a no ser indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no cerrar la puerta a quien llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y patria. Conscientes de nuestra fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad de los emigrantes, para que encuentren seguridad y esperanza.
En efecto, en el agua sucia del cántaro del Cenáculo, es decir, en nuestra fragilidad, es donde se refleja el verdadero rostro de nuestro Dios. Por eso, «todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4,2).

ORACIÓN
Señor Jesús,
que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos. Amén.

CUARTA ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias

© Aleteia
«Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros» (Rm 12,15-16).
Este encuentro de Jesús con María, su madre, está cargado de emoción, de lágrimas amargas. En él se expresa la fuerza invencible del amor materno, que supera todo obstáculo y sabe abrir caminos. Pero impresiona aún más la mirada solidaria de María, que comparte e infunde fuerza al Hijo. Nuestro corazón se llena así de asombro al contemplar la grandeza de María, precisamente en su hacerse, ella misma criatura, «prójimo» para con su Dios y su Señor.
Ella recoge las lágrimas de todas las madres por sus hijos lejanos, por los jóvenes condenados a muerte, asesinados o enviados a la guerra, especialmente por los niños soldados. En ellas escuchamos el lamento desgarrador de las madres por sus hijos, moribundos a causa de tumores producidos por la quema de residuos tóxicos.
¡Qué lágrimas tan amargas! ¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos! Madres que velan en la noche, con las luces encendidas, temblando por los jóvenes abrumados por la inseguridad o en las garras de la droga y el alcohol, especialmente las noches del sábado.
Junto a María, nunca seremos un pueblo huérfano. Nunca olvidados. Como a san Juan Diego, María también nos ofrece a nosotros la caricia de su consuelo materno, y nos dice: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).

ORACIÓN
Salve, Madre,
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad. Amén
(San Gaspar Bertoni).

QUINTA ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La mano amiga que levanta

© Aleteia
«A uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc 15,21).
Simón de Cirene pasa casualmente por allí. Pero se convierte en un encuentro decisivo en su vida. Él volvía del campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso se le obligó a llevar la cruz de Jesús, condenado a una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero este encuentro, el principio casual, se trasformará en un seguimiento decisivo y vital de Jesús, llevando cada día su cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt 16,24-25). En efecto, Simón es recordado por Marcos como el padre de dos cristianos conocidos en la comunidad de Roma: Alejandro y Rufo. Un padre que ha impreso ciertamente en el corazón de los hijos la fuerza de la cruz de Jesús. Porque la vida, si uno se aferra demasiado a ella, enmohece y se agosta. Pero si la ofrece, florece y se convierte en espiga de grano, para él y para toda la comunidad.
En esto radica la verdadera cura de nuestro egoísmo, siempre al acecho. La relación con el otro nos rehabilita y crea una hermandad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que puede soportar las penas de la vida, apoyándose en el amor de Dios. Sólo con el corazón abierto al amor divino, me veo impulsado a buscar la felicidad de los demás en tantos gestos de voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin intereses, una lágrima enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso con altas miras por el bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda forma de recelo y envidia.
El mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

ORACIÓN
Señor Jesús,
en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad. Amén.

SEXTA ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina

© Aleteia
«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los salivazos no la han empañado. Los golpes no han conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una zarza ardiente que, cuanto más se le ultraja, más consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo, Jesús avanza, no se detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad, pero él sabe que su muerte no será en vano.
Jesús, entonces, se detiene ante una mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen femenina de la ternura.
El Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos amados y protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las caricias de esta criatura se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen purificarlo de las profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La Verónica consigue tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para aliviar, sino para participar en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada prójimo que ha de consolar, con un toque de ternura, para entrar en el gemido de dolor de los que hoy no reciben asistencia ni calor de compasión. Y mueren de soledad.

ORACIÓN
Señor Jesús,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
que también tú sufriste injustamente.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.

SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y la tortura.

© Aleteia
«Me rodeaban cerrando el cerco... Me rodeaban como avispas, ardiendo como el fuego en las zarzas, en el nombre del Señor los rechacé. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó... Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte»(Sal 117,11.12-13.18).
En Jesús se cumplen verdaderamente las antiguas profecías del Siervo humilde y obediente, que carga sobre sus hombros toda nuestra historia de dolor. Y así, Jesús, llevado a empellones, se desploma por la fatiga y la opresión, rodeado, circundado por la violencia, ya sin fuerzas. Cada vez más solo, cada vez más en la oscuridad. Lacerado en la carne, con los huesos magullados.
En él reconocemos la amarga experiencia de los detenidos en prisión, con todas sus contradicciones inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados para derribarlos». A la cárcel se la mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada, rechazada por la sociedad civil. Hay absurdos de la burocracia, lentitud de la justicia. El hacinamiento es una doble pena, un dolor agravado, una opresión injusta, que desgasta la carne y los huesos. Algunos – demasiados – no sobreviven... Y aun cuando un hermano nuestro sale, lo seguimos considerando «ex recluso», cerrándole así las puertas del rescate social y laboral.
Pero más grave es la tortura, por desgracia muy practicada en varias partes de la tierra de muchos modos. Como lo fue para Jesús, también él golpeado, humillado por la soldadesca, torturado con la corona de espinas, azotado con crueldad.
Ante esta caída, cómo nos percatamos de  la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel, junto a cada torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y torturado. Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser entregados al miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por agentes apropiados, apoyados en la mano fraterna de los voluntarios y rescatados de una sociedad civil que hace suyas las muchas injusticias cometidas dentro de los muros de una prisión.

ORACIÓN
Señor Jesús,
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo. Amén

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