sábado, 29 de diciembre de 2018

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Lucas 2,22-35.


Evangelio según San Lucas 2,22-35.
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
"Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel".
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".

RESONAR DE LA PALABRA

Conocer a Jesús y cumplir los mandamientos

En estos días, tras la celebración de la Navidad, la liturgia se encarga continuamente de recordarnos que no se trata de una celebración “dulzona”. El sentimiento de ternura ante un niño recién nacido, que también experimentamos ante el hijo de María, no debe hacernos olvidar la seriedad de este encuentro. Ya nos lo han avisado Estaban, el discípulo amado y los santos Inocentes. Hoy la Palabra nos invita a mirarnos a nosotros mismos. Si al contemplar al niño, hemos conocido y reconocido en él al Hijo de Dios, esto nos compromete, y mucho. Porque conocer a Jesús significa obligarse a cumplir sus mandamientos, su Palabra, es decir, a vivir como vivió él. Y al contemplar cómo vivió él, entendemos que “los mandamientos” son realidad “el mandamiento”, el único mandamiento del amor. La carta de Juan nos los recuerda incluso con extrema crudeza: si no lo hacemos así somos unos mentirosos, unos embusteros, unos cristianos sólo de fachada, que dicen creer en Jesús y se permiten aborrecer a sus hermanos. Es una fuerte llamada a examinar nuestra vidas, a reconocer que hay en ella actitudes, relaciones, formas de pensar que no cuadran con ese conocimiento creyente de Jesús. Pero hay más. La noche de la vigilia escuchamos la palabra profética: “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande” (Is 9, 1). Ahora entendemos que nosotros mismos podemos ser esa luz, si guardamos el mandamiento antiguo y nuevo del amor a los hermanos. En vez de quejarnos de la oscuridad que reina en el mundo, se nos llama a salir de ella y disiparla con las obras de la luz, con el amor al hermano. 

María y José cumplen el mandamiento legal de la purificación. Sigue vigente todavía la antigua ley, y ellos se someten a ella, aunque son portadores de la nueva ley que ya está amaneciendo. Los justos del Antiguo testamento son capaces de percibirla. Así, el anciano Simeón. En el contexto de la ley y el templo estalla el Evangelio de la gracia. Pero, como el mismo Simeón profetiza, hay un “precio de la gracia”: Jesús alzado en la cruz, bandera discutida, ante el que habrá que tomar partido, y la espada que atravesará el corazón de María. Ahí podemos entender mejor por qué la liturgia, la Palabra, no nos descubren una Navidad edulcorada: el verdadero amor no tiene nada que ver con un sentimiento romántico, sino que es la disposición a dar la vida por los hermanos.

Saludos cordiales, 
José M. Vegas CMF

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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