lunes, 6 de abril de 2015

CONSUELA A MI PUEBLO

CONSUELA, CONSUELA A MI PUEBLO, DICE EL SEÑOR
Don de lágrimas - Parte XXVII


Sólo hay una cosa mejor que ser consolado por Dios: es, por causa de Dios, consolar a los otros. Se trata de un consuelo que va más allá de todo consuelo humano. Sucede cuando salimos para consolar a quien lo necesita, en vez de quedarnos esperando que nos vengan a consolar a nosotros. Quien llora en el Espíritu es por Dios consolado. Y aquel a quien Dios confortó debe ahora confortar a su hermano, animarlo e fortalecerlo. Debe pues, enjugar las lágrimas de los que sufren. “Consuélense mutuamente y edifíquense unos a otros”, dice la Palabra del Señor.

El consuelo comienza cuando acogemos las lágrimas del otro. Cuando permitimos que el llore sin ser indiferentes e insensibles a su llanto. Es necesario sacudir lejos de nosotros toda frialdad e indiferencia. Pocas cosas ofenden tanto a Dios cuanto despreciar el dolor de los pequeños y de los pobres. A quienes actúan así, la Palabra de Dios los llama miserables, tibios, infelices y ciegos: “Conozco tus obras; no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueses frío o caliente! Pero, como eres tibio –y no sabes que eres infeliz, miserable, pobre, ciego y mudo. Te aconsejo que compres oro purificado al fuego, para enriquecerte; ropas blancas para vestirte a fin de que no aparezca la vergüenza de tu desnudez; y un colirio para ungir los ojos, de modo que puedas ver claro. Yo reprendo y castigo a aquellos que amo. Reanima, pues, tu celo y arrepiéntete. Es que estoy a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre la puerta, entrare en su casa y cenaremos, yo con él y él conmigo” Ap. 3,15-19

Quien toca tu vida sin mirar al que tiene al lado, sin preocuparse con quien sufre y pasa necesidad, piensa que ve, pero en realidad está ciego; piensa que es rico, pero es pobre. Todos nosotros caímos muchas veces en esa insensibilidad y, por eso, esta palabra es también para nosotros: “Reanima, pues, tu celo, arrepiéntete, y abre la puerta de tu corazón”.

Es triste ver como la maldad y las decepciones hicieron a muchas personas desanimarse de ser buenas y de hacer el bien.  También vos y yo necesitamos de coraje y fuerza para arrepentirnos de haber caído en la indiferencia. Podemos recomenzar ahora con todo entusiasmo y fervor. Pero para eso es necesario abrir la puerta de la propia vida, la puerta del corazón, y dejar entrar a Jesús.

Isaías, el profeta, descubrió que el sacrificio que agrada a Dios no es hacer ayuno, sino ayudar a quien está pasando necesidad, y hacer gestos de amor para aliviar el sufrimiento de aquella persona que Dios puso en nuestro camino. Si amamos esas personas, nuestro corazón va a iluminarse y brillar como un sol; nuestras heridas más profundas, aquellas llagas interiores de pecado, serán curadas. Dios mismo nos sustentará y guiará, y, envueltos por la fuerza de su amor, seremos como un árbol plantado a la orilla de un río, lleno de flores, de frutos y de vida; seremos como un río que nunca se seca y siempre listo para dar de beber a un pueblo sediento de amor. Todo eso se hará en nuestra vida si no tenemos miedo de ir al encuentro de los que lloran, de los que están sufriendo, de los que se sienten inseguros, solos y abandonados.

Este debería ser un criterio para ver cuán cerca de Dios estamos; esta más cerca de Dios quien está más próximo del frágil, del pecador, del doliente, del sufriente. Justamente por estar desamparados, esas personas necesitan de un cuidado y de un cariño especial. Abrir la puerta del corazón a Jesús es abrirla a quien necesita de nosotros. Basta eso y Dios estará presente para sustentarnos y guiarnos.

Abrir el corazón a las personas es una verdadera liberación, porque quien está preso de sí mismo en breve se sofoca, queda triste, cae en celos, en envidia y en su corazón la vida no circula más.

Una persona llena de amor es más bonita, es atrayente, y acaba siendo una fuente de consuelo y esperanza. Amor llama al amor. Alegría llama a la alegría. Y quien ama no se queda parado, porque el amor nunca descansa. Si el corazón no avanza, retrocede; pero parado no queda. Quien no mejora como persona, quien no progresa, retrocede. Si la gente no abre el corazón cada vez más, el corazón se cierra y se entra en un proceso de muerte espiritual
.
No tengas miedo de cuidar de las personas. No dejes de envolverte por miedo, cansancio, inseguridad o comodidad. Siempre está la tentación de pensar que los problemas de las personas nos atrapan, que las propias personas irán a atraparnos, pero la verdad es que la única cosa que realmente vale la pena es el bien que hacemos a quien lo necesita. Eso sí, lo llevaremos a la eternidad: “Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino que para ustedes está preparado desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; era peregrino y me recibieron; estaba desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; estaba en prisión y me vinieron a ver” (cfr. Mt 25,35-36) porque “toda vez que hicieron eso a uno de mis hermanos más pequeños, fue a mi mismo a quien lo hicieron” (cfr Mt. 25,40)

En el momento en que tomamos la decisión de ayudar a alguien, el Espíritu Santo nos inunda con su presencia fuerte y calurosa, reposa sobre nosotros como un defensor, un amigo, aquel que consuela en todas las aflicciones.

Quien se pone el calzado del bien jamás está solo, porque el Espíritu Santo se coloca a su lado y se vuelve su compañero de la misma manera que hizo con Jesús. Todo lo que de más precioso, de más tierno y bonito, todo lo que un amigo puede esperar de otro amigo, es eso y mucho más lo que el Espíritu Santo da. El siempre está dispuesto a socorrer. No niega ayuda a nadie. El socorre en las tribulaciones, da fuerza en las dificultades y defiende contra toda maldad de los enemigos. El Espíritu Santo enseña a la gente a rezar. El nos ayuda a obedecer a Dios. El remueve los obstáculos y saca todos los impedimentos para que nuestra oración sea atendida. No hay quien no quiera a un amigo así!

Y de esa manera, y no de otra, es que debemos cuidar a quien necesita un hombro amigo y una palabra de consuelo. Tal como Dios nos consoló, debemos nosotros también consolar a los otros. Y Dios consuela derramando amor. (cfr. Rom 5,5)

Sobre las heridas del corazón y sobre las llagas profundas del alma, apenas un remedio debe ser derramado: el amor.
Consolar es amar al otro en el sufrimiento.

Así como el amor que perdona recibe el nombre de misericordia, el amor que ampara en el sufrimiento recibe el nombre de consuelo. El amor de Dios no sólo llena nuestra vida sufrida, sino que nos lleva a amar y nos vuelve capaces de amar. Dios no se contenta apenas en consolarnos, sino que nos lleva a consolarnos unos a otros y nos vuelve capaces, habilitados y eficaces en aliviar el dolor, la pena y la aflicción de sus hijos. San Pablo no consigue contenerse y exclama lleno de alegría: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias, Dios de todo consuelo, que nos conforta en todas nuestras tribulaciones, para que, con la consolación con que nosotros mismos somos consolados por Dios, podamos consolar a los que están en cualquier angustia!” (II Cor 1,3-4)

Quien manda el alivio es Dios. El consuelo viene de Dios. Viene sobre aquellos que están sufriendo. Viene para fortalecerlo en las tribulaciones. Pero esa fuerza que viene del Cielo solo sana y libera si ella no para en quien la recibió. La persona sólo será curada y fortalecida si, en vez de guardar esa gracia para si misma, resuelve pasarla adelante. Eso sucede cuando aquel que experimentó la fuerza y el consuelo de Dios se arremanga y va a consolar a alguien que el descubrió sufriendo.

Es por esto que el don de lágrimas comporta en sí una gracia muy grande: el misterio de consolar. Podemos preguntarnos: ¿Cómo puedo yo en mi fragilidad consolar a alguien? ¿Cómo voy a hacer eso? ¿Qué le puedo decir a la persona en su dolor?

Aquí está el secreto revelado por la Escritura y enseñado por San Pablo, aquí está la cosa más importante: “por la consolación con que somos nosotros mismos consolados por Dios, tenemos el poder de consolar a los que están en cualquier angustia”. La fuerza del amor que recibimos de Dios nos confiere ese poder. Poder de remediar, sin excepción, cualquier angustia. Es una fuerza divina, y no humana. No se trata de dar palmadas en la espalda y decir aquellas frases que todo el mundo está cansado de oír y que no cambian cosa alguna: “Fuerza, Hay males que vienen para bien!”, “No desistas, todo va a pasar!”, “Es así, un día la gente pierde, otro día se gana!”, “Es que la hora llegó. Todo el mundo se muere un día!”. Por el contrario, se trata de comunicar un poder real de amor y de fuerza salvadora de Dios que brota de la Escritura: “pero a sus hijos, aún los dientes venenosos de las serpientes no podrán vencerlos, porque sobrevino la misericordia y los curó (…) No fue una hierba, ni un ungüento que los curo, sino Tu palabra que cura todas las cosas, Señor”. (Sabiduría 16 10b; 12). San Pedro dice que la Palabra de Dios tiene el poder de renovar la esperanza y hacer a la persona pasar de la muerte a la vida (cfr. 1 Pe. 1,23). La Palabra de Dios sana.

Muchas veces he visto eso suceder por medio de una conversación, de prédicas, libros, o de gestos muy simples. Una vez recibí una carta muy corta de una persona que se había encontrado con Dios por medio de un libro que escribí. Ella decía como había sido consolada:
“Estoy escribiendo para decir sobre la riqueza que es el libro “Cuando solo Dios es la respuesta”. Quiero dar testimonio. Estaba en lo hondo del pozo, sin esperanza, no queriendo más vivir, pues tengo una enfermedad que me atormenta y, cuando el médico me dijo, quedé desesperado. Entonces, estaba en la librería, ví su libro y lo compré. Ahora tengo una nueva esperanza: Jesús. Cada vez que me siento abatido, desanimado, sin voluntad de vivir, visito a Jesús vivo en el Sagrario y el renueva mi fe mi voluntad de vivir. Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo!”

Se trata de un cambio real, verdadero, cambio de mentalidad y actitud. No es un consuelo cualquiera, sino una gracia de Dios.
Por causa de los libros que escribo, he recibido muchas cartas y correos contando como Dios no para de transformar la vida de aquellos que lo aman. Uno de los correos decía: “Le estoy escribiendo porque me gustaría dar testimonio de tan grande bien que me está haciendo conocer su libro “Venciendo aflicciones, alcanzando milagros”. Estaba una tarde de sábado muy angustiada porque volvía de mi trabajo para almorzar y prendí la televisión en Canción Nueva y usted estaba presentado su nuevo libro. Ese día había sufrido una decepción muy grande, parecía que una cruz estaba sobre mis espaldas, venía dispuesta a hacer una maldad muy grande, no conmigo, sino con otra persona. Fue ahí que comencé a oír una oración de su libro leída por Luzía Santiago. Aquella oración me calmó tanto que, cuando ella terminó, parecía que nada de aquello que estaba sintiendo algunas horas antes de oír la oración, había sucedido conmigo. No que el problema dejó de existir, sino que conseguí percibir todo con otros ojos. Vi que Jesús no me abandonó, no se olvidó de mi (…) Entonces percibí que no necesitaba vivir de aquella manera”.

Una vez, después de haber rezado por un joven, un padre se dirigió a mi diciendo: “Marcio, una vez más estoy aquí para agradecer por lo que usted hizo por mi hijo. Como dije, él tenía mucho miedo y ya había ido de varios psicólogos, con apenas ocho años. Pero, gracias a Jesús, a través de usted que rezó por mi hijo, él hoy  -apenas una semana después- está curado”.

No tengo la menor duda de que fue Jesús quien los consoló a través de mi. Soy simplemente un testimonio de su amor, y he repartido con otros el bien que de Él recibí.
Por donde paso, hablo de las maravillas que Dios realiza, -y hablo de las personas que, por una fuerza divina, se levantaron de la depresión, hablo de aquellas que fueron restablecidas en su salud por el don del Espíritu Santo.
Aquí está la explicación para las sanaciones y los verdaderos milagros que, en un grupo de oración o en un lecho de hospital, pueden suceder por medio de una simple palabra o un gesto de amor.
Es Dios actuando, confortando y curando a través de ti.
El Espíritu Santo derrama más consuelo donde las personas más se ayudan unas a otras. Cuando nos abrimos unos a otros y permitimos que uno participe de la vida del otro, somos fortalecidos y restaurados por Dios. Consolar también significa gastar tiempo, traer para cerca de sí y tener paciencia con aquella persona que necesita. Eso, por la simple razón de que la gente se interesa por ella.

En cuanto enjugamos las lágrimas de los otros, Dios necesita de nosotros y de nuestros miembros para consolar, proteger y animar a quien está en el sufrimiento. Es a través de nuestra boca que Dios sonríe a las personas, es por nuestros ojos que él lanza su mirar de misericordia, abraza con nuestros brazos y acaricia con nuestras manos. Como dice San pablo, nosotros somos templos de Dios, el Espíritu Santo habita en nosotros y actúa a través de nosotros. Cuando consuelas a alguien, es Dios consolando a través de ti.

Por eso, nuestra decisión de ahora necesita ser: jamás dejar parado en nosotros el consuelo que Dios nos dio. Nadie que haya venido a procurarnos buscando una palabra de amor debe ser despedido con las manos vacías. Esto es, no debemos retener en nosotros, de manera egoísta, ninguno de los dones y ningún bien. Necesitamos pasar adelante, llevar hasta el otro, la fuerza del amor y la paz de la consolación que nosotros mismos estamos recibiendo del Padre. “Consuela, consuela mi pueblo, dice el Señor tu Dios” (Isaías 40,1) Así como el propio Señor nos alivió y fortaleció, debemos también nosotros confortarnos mutuamente (cfr. 1 Tes 5,11) En otras palabras, debemos ser amparo uno de otros.


Quien más sufrió en la vida, quien mas erró en el pasado y peco, es hoy quien más puede aconsejar y consolar a los otros, pues aprendió con el propio sufrimiento, y ya fue un día ayudado y consolado por Dios. Sólo quien experimentó la bondad de Dios y aprendió a tener paciencia consigo mismo es quien sabrá respetar, animar, defender y confortar a los otros. Solamente cuando el fuego del Espíritu ablanda nuestra dureza y destruye nuestras espinas es que nuestras palabras, nuestro mirar, el tono de nuestra voz y el modo como hacemos las cosas se vuelven amables y serenas.

Marcio Mendes
Libro "O dom das lágrimas"
editoral Canção Nova 
adaptación del original en português

No hay comentarios:

Publicar un comentario