martes, 31 de mayo de 2016

Escogidos, santificados y destinados

Cómo redescubrir nuestra herencia de cristianos

Es interesante imaginarse cómo habrá sido la vida de los primeros cristianos en aquellos meses y años después de la resurrección de Jesucristo, nuestro Señor.



El temor y la desolación que experimentaron los apóstoles el Viernes Santo se esfumaron rápidamente cuando vieron a Jesús resucitado el Domingo de la Resurrección, tras lo cual se pasaron los 40 días siguientes absorbiendo ávidamente lo que el Señor les enseñaba acerca del Reino de Dios de una manera totalmente nueva. Ahora tenían plena conciencia de que no estaban sólo escuchando las enseñanzas reveladoras de un maestro muy inspirado, porque el Reino del cual Jesús les había hablado se había hecho una realidad patente y transformadora delante de sus ojos. El Señor les había comunicado el Espíritu Santo soplando sobre ellos, y eso les habilitaba ahora para recibir la promesa de cielo.
Exiliados en este mundo, pero escogidos por Dios. Los primeros apóstoles tuvieron una experiencia directa y personal de Jesús, tanto antes como después de la resurrección, y sabían personalmente que ellos eran los herederos de las promesas de Dios, porque habían visto y tocado al Señor resucitado y habían caminado con él. Estos dramáticos encuentros con Jesús llevaron a los apóstoles a llenarse de valor y la Iglesia empezó a crecer a grandes zancadas. La fe y las experiencias de estos pocos hombres y mujeres se manifestaron en curaciones y milagros que se sucedían casi a diario, y de allí surgió una enorme oleada de apostolado misionero que se extendió desde Jerusalén y llegó hasta la India y Roma y a todo el mundo del Mediterráneo y Asia Menor.
Pero, con el tiempo, los apóstoles tuvieron que lidiar con un nuevo dilema: ¿Cómo lograr que los nuevos conversos mantuvieran la fe viva y dinámica que les había llevado a creer en Cristo, puesto que en su mayoría nunca habían visto al Señor en persona? ¿Cómo deberían los primeros discípulos enseñar y guiar a toda esta nueva gente de tal modo que pudieran incorporarla a una experiencia tan similar como fuera posible a las cosas que ellos mismos habían visto y oído?
Si bien es posible señalar varios pasajes de la Escritura para comprender de qué modo los apóstoles intentaron resolver esta situación, pero, en este tiempo de Pascua, queremos destacar uno solo de ellos, la Primera Carta de San Pedro. En esta epístola escuchamos la voz de Pedro, el jefe de los apóstoles, que exhorta a los nuevos creyentes de toda el Asia Menor a que abran los ojos para contemplar la noble vocación que han recibido. Desde sus versículos iniciales —que suenan mucho como un himno de alabanza y gratitud a Dios— hasta sus líneas finales —que contienen la promesa de que un día Dios los resucitará— esta carta anima a los cristianos jóvenes a mantenerse firmes en su fe, con plena confianza en que Jesucristo está realmente actuando en el corazón de cada uno.
Hoy, los cristianos afrontamos un dilema similar. Estamos en medio de la temporada de Pascua, pero así y todo se nos puede pasar por alto la magnífica gracia que el Señor quiere derramar sobre nosotros, la alegría de ser resucitados con él, la libertad que emana de su perdón y la paz que produce el saber que Dios nos ama con amor eterno e incondicional. Esta es precisamente la razón por la cual resulta tan adecuado leer la Primera Carta de San Pedro y reflexionar sobre sus afirmaciones. Así como el principal apóstol trataba de enseñar a la siguiente generación de creyentes cuál era la verdadera vocación que ellos tenían como cristianos, del mismo modo esta carta es capaz de despertar nuestra conciencia hoy para hacernos ver todo lo que Dios ha hecho por sus hijos y lo que quiere seguir haciendo.
Un saludo sencillo. “… a los que viven esparcidos fuera de su patria… a quienes Dios el Padre había escogido anteriormente conforme a su propósito. Por medio del Espíritu los ha santificado a ustedes para que lo obedezcan y sean purificados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1, 1-2).
El apóstol comienza su carta con dos frases que a primera vista no parecen ser más que una simple expresión de saludo a unos amigos; pero si lo pensamos mejor vemos que en este sencillo saludo Pedro plantea los dos temas principales en torno a los cuales desarrollará el resto de su carta: el gran regalo que recibimos de Dios y el desafío de vivir nuestra fe en la práctica diaria.
Para comenzar, Pedro les recuerda a sus lectores que Dios los ha llamado de una manera especial a todos ellos. Los llama “escogidos” y que “viven esparcidos”; son escogidos porque han sido designados por Dios para un propósito especial, y “viven esparcidos” porque este mundo no es su hogar definitivo. Estas palabras son vitales para nosotros también hoy, si permitimos que ellas definan y conformen nuestro modo de vivir en este mundo. Entonces, puesto que Dios nos ha escogido y nos ha destinado a algo sublime, lo que nos toca hacer ahora es iniciar una amistad personal y directa con el Señor. Esta es la vocación que nos hace caminar hacia el cielo y por la cual somos exiliados y peregrinos en esta tierra.
A continuación, Pedro introduce una tercera verdad que es tan vital como las otras y también muy alentadora y prometedora. A sus lectores, y también a nosotros, nos dice que Dios nos ha infundido su propio Espíritu Santo para santificarnos; vale decir, que las puertas del cielo se han abierto para todos los fieles y nos han dado acceso a la gracia divina.
La paradoja de la fe. En todo esto, lo que trata de hacer el apóstol es levantar la visión de sus lectores, y quiere animarlos a elevar el corazón hacia el cielo y darse cuenta de que Dios está plenamente comprometido a hacer realidad los propósitos que tiene para ellos. Y lo mismo es válido para nosotros. Dios no nos exige hacer algo imposible. No, el Señor nos ha escogido para algo grande y nos ha santificado con toda su gracia y su poder. Todo esto debe ser para nosotros causa de gran alegría, la misma “alegría tan grande y gloriosa que no pueden expresarla con palabras” a la cual Pedro invita a sus lectores (1 Pedro 1, 8).
Con todo, el apóstol trata no sólo de levantar la visión de sus lectores para que perciban las maravillas de lo que Dios ha hecho por ellos; también espera que sus lectores, de entonces y de ahora, sepamos que nuestra cooperación y obediencia son tan importantes como la gracia que Dios ha derramado sobre nosotros. Entonces, ¿qué es lo que Dios nos pide que hagamos? “Que le obedezcamos y seamos purificados con la sangre de Jesucristo” (v. 1 Pedro 1, 2).
Esta es una de las mayores paradojas de la vida cristiana: concentrar toda nuestra energía en ser obedientes a la vocación que Dios nos da, pero al mismo tiempo confiar plenamente que el Señor nos confiere la capacidad de obedecerle. Es cierto que podemos vivir siendo sumisos al Señor sólo en la medida en que confiemos en su gracia; pero también es verdad que cada vez que tenemos que tomar una decisión muy difícil, somos nosotros los que hemos de decidir cómo vamos a actuar, y a la vez estar conscientes de si lo que hacemos se conforma a los mandatos de Dios. Y con esta paradoja en mente, Pedro presenta el resto de su carta, guiando a sus lectores por el doble camino de la fe y la obediencia.
Una herencia imperecedera. ¿Por qué nos escogió Dios? El Señor escogió a sus elegidos para que recibieran una herencia imperecedera que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse (1 Pedro 1, 3-4). Cuando escuchamos la palabra “herencia”, por lo general pensamos en dinero o bienes que pensamos recibir o legar a nuestros hijos; pero, en un sentido más profundo, nuestros hijos ya comenzaron a recibir la herencia que les dejamos desde el día en que fueron concebidos. ¿Cómo? Claro, porque recibieron nuestra propia constitución genética, y durante sus años de formación heredaron nuestro estilo de vida, nuestros valores y nuestras enseñanzas, todo lo cual es más importante que los bienes y el dinero. Esta es la verdadera herencia que los padres dejan a sus hijos.
Del mismo modo, el hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios equivale a recibir la marca de la “constitución genética” de Dios, y se supone que, con el tiempo, esa semejanza crezca y se haga más evidente, si dejamos que el Espíritu Santo actúe libremente en nosotros, nos forme y nos moldee. Esto significa que día a día, año tras año, todos podemos llegar a asemejarnos más a nuestro Padre celestial.
Pastor para siempre. ¡Cuánto nos ama Dios que nos ha concedido una vocación tan extraordinaria y ennoblecedora! ¡Y cuán hermoso y útil es su don del Espíritu Santo, que nos ayuda a cumplir la misión que dicha vocación conlleva! Cuando leemos esta carta nos imaginamos ver a Pedro dirigiéndose a un grupo de nuevos cristianos y haciéndoles preguntas muy incisivas y alentadoras: “¿Acaso no saben que ustedes estaban en la mente del Padre antes de la creación del mundo? ¿No saben que el Señor los creó personalmente y les otorgó una vocación y un destino concretos en este mundo? ¿No saben que ustedes fueron creados para el cielo y que este mundo, con toda su hermosura, no es más que un anticipo de la mansión que el Señor les está preparando en su gloria?”
En esta carta se aprecia el retrato de un apóstol que tiene corazón de pastor, alguien que quiere ayudar a sus lectores a atesorar la herencia que han recibido de Dios; es el retrato de un hombre que quiere transmitir a la nueva generación las bendiciones y milagros que él experimentó personalmente cuando acompañaba a Jesús. Y lo hace porque sabe que ellos deberán afrontar dificultades y sufrimientos en este mundo tal como él los ha hecho, y que ellos tendrán que aprender a caminar por fe en Alguien a quien él conoció personalmente.
Nosotros, al igual que aquella segunda generación de creyentes de hace mucho tiempo, tampoco hemos tenido una experiencia tan directa y personal con Cristo como la tuvo el primer Papa. Sin embargo, pese a toda la distancia cronológica que hay entre la actualidad y la época de los apóstoles, y pese a la diferencia que hay entre nuestra experiencia y la de Pedro, los fieles de hoy seguimos siendo un pueblo escogido y un sacerdocio real; todavía estamos destinados a recibir una herencia real, y Dios Todopoderoso nos ama a cada uno de nosotros. Y, aparte de todo eso, tal como Pedro y todos los creyentes que se han ido antes que nosotros lo experimentaron personalmente, también tenemos el Espíritu Santo, que habita en nosotros, nos consuela, nos anima y nos comunica su fortaleza para vivir en este mundo como un pueblo escogido y destinado a la grandeza.
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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