miércoles, 31 de agosto de 2016

Meditación: Lucas 4, 38-44


La suegra de San Pedro estaba enferma con fiebre. Todos sabemos lo que es el dolor, el escalofrío y el decaimiento; seguramente sabrás también lo que es el dolor de cabeza o el mareo; lo que es sentirse arder primero y temblar de frío después. Así se sentía la suegra de Pedro (¡y no había aspirina para aliviarse!).

Podemos suponer que la familia del apóstol había recurrido a todos los remedios que pudieran encontrar, pero inútilmente. Habían agotado todos sus recursos. Entonces llegó Jesús y, con una sola palabra, le ordenó que se curara: “Al momento, ella se levantó y comenzó a atenderlos” (Lucas 4, 39).

Ni siquiera esperó; movida por su recuperación y por gratitud se levantó e hizo lo que consideró su deber.

Jesucristo, el Médico por excelencia, nos ha curado a nosotros también; nos ha liberado de las cadenas del pecado y de la separación de Dios; y sigue sanando nuestras dolencias del alma: resentimientos, complejos, temores y malos hábitos. Su muerte en la cruz fue el único remedio para los dos males más grandes: el pecado y la muerte. Sin Cristo, estaríamos tan desvalidos como la suegra de Pedro.

Pero ¿qué hemos de hacer tras una sanación tan maravillosa? ¿Ser más activos, tratar de hacer más cosas? No necesariamente. Lo primero debería ser comprender la salvación recibida, para que ella nos lleve, no sólo a esforzarnos más, sino también a comprometernos incondicionalmente con el plan de Dios para nuestra vida. Durante dos mil años, la muerte y la resurrección de Jesús han transformado espectacularmente la vida de incontables personas. ¿Por qué? Porque ellos lograron comprender que el Hijo de Dios eterno y sin mancha entró en el tiempo y soportó la cruz para que ellos pudieran ser creados de nuevo a imagen y semejanza suya.

La cruz de Cristo tiene un poder extraordinario. ¿Lo sabías? ¿Conoces cuánto te ama? ¿Conoces toda la dimensión del cambio que él puede obrar en ti? Cada día, el Señor quiere abrir tu mente a las Escrituras, liberarte del pecado habitual y enseñarte a amar con la perfección que él ama. Hermano, si miras a Jesús, ¡todo es posible! Ven a contemplarle hoy.
“Jesús, Señor y Salvador mío, vengo a ti para pedirte más de tu amor y más de tu poder. Sáname, Señor, te lo ruego, transfórmame y enséñame. Yo también quiero levantarme de mi postración y servirte.”
1 Corintios 3, 1-9
Salmo 33(32), 12-15. 20-21

Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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