miércoles, 6 de diciembre de 2017

Meditación: Mateo 15, 29-37

El Evangelio de hoy narra un milagro asombroso (la multiplicación de los panes y los peces), pero también muestra que los fieles no somos receptores pasivos en el banquete de la vida. 


Sí, Jesús realizó el milagro; fue él quien alimentó a toda una multitud a partir de un poquito de comida, y nadie jamás pudo haberlo hecho. Pero todos los que allí se encontraban tenían un papel que desempeñar.

La gente de la multitud hizo su parte, porque buscaron decididamente a Jesús, incluso le trajeron a sus familiares y amigos enfermos. Entonces, cuando vieron que los curaba, dieron “gloria” a Dios (Mateo 15, 31). Cuando sintieron hambre, en lugar de irse de prisa a buscar comida o de convertirse en una turba exasperada, escucharon con calma a los discípulos, les obedecieron, se sentaron tranquilamente y esperaron a ver qué hacía Jesús, para luego contemplar, azorados, el milagro que el Señor realizaba ante sus ojos y comer hasta saciarse.

Los Doce también tuvieron un papel básico que desempeñar en este milagro. Primero, Jesús les dio a conocer lo que le preocupaba: “Me da lástima esta gente” (Mateo 15, 32). Entonces, ellos buscaron lo que había disponible y se lo trajeron. Una vez que Jesús dio gracias por estos dones, y se produjo la multiplicación, ellos fueron quienes distribuyeron el alimento ante el asombro de todos.

La gente del Evangelio de hoy no fueron espectadores y Dios no quiere que nosotros lo seamos, especialmente en la Misa. Nosotros también podemos venir a la Eucaristía con ansias de recibir su palabra, con sed de experimentar su presencia y su bendición y podemos participar activamente ofreciéndole nuestros dones y necesidades durante el ofertorio y luego, una vez que Jesús los ha transformado, podemos acercarnos al altar y recibir una gracia más que suficiente para saciar todos nuestros anhelos.

El Señor es un Dios generoso, que nos da mucho más de lo que pedimos. Por eso, nos pregunta “cuántos panes” tenemos, aunque ya sabe la respuesta. Luego, toma lo poco que le ofrecemos y lo multiplica cien veces o más, hasta que nos saciemos de su gracia. El Señor nunca deja de darnos, más y más, cada vez que celebramos la Santa Misa.
“Señor Jesús, Salvador mío, te ofrezco mi corazón, mi mente, mi voluntad. Toma, Señor, todos mis deseos, bendícelos y multiplícalos para el bien de tu Reino.”
Isaías 25, 6-10
Salmo 23(22), 1-6
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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