Somos fruto de nuestra historia, la suma de todo lo que hemos vivido desde nuestra concepción; cada acontecimiento, feliz o desdichado, se ha inscrito en nuestra carne, y aunque nuestra memoria no lo recuerde, nuestro cuerpo sí se acuerda de todo. Él lleva la huella de cada herida, de cada rechazo, de cada gesto o palabra que ha podido darnos la sensación de no ser amados y, por lo tanto, de ser culpables. Es extraño lo profundamente enterrado en nosotros que está ese sentimiento de culpabilidad.
La primera vez que un niño pequeño se siente rechazado, simplemente porque no se le escucha, porque su madre está cansada u ocupada con otro de sus hijos, el niño no comprende, se siente herido, y de la herida nace el sentimiento de que, si no es amado, es porque no es amable, y de que, si es rechazado, es porque es culpable, sin saber bien de qué. Ese sentimiento de culpabilidad le corroe en su interior, mina su confianza, le hace dudar de sí mismo y de los demás, y condiciona muchos de sus actos sin que él se dé cuenta. (...)
Así la experiencia del amor de Dios que un día tenemos, como la tuvo esa joven, no cambia nuestra historia ni lo que nos ha modelado, pero nos cambia a nosotros, porque nos revela que Dios nos ama, tal como somos, no tal como habríamos querido ser, no tal como la sociedad o nuestros padres habrían deseado que fuéramos, sino tal como somos hoy, con nuestras debilidades, nuestras heridas, nuestros temores, nuestras cualidades y nuestros defectos. Tal como somos hoy, somos amados por Dios.
- Jean Vanier, La fuente de las lágrimas,
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