martes, 30 de enero de 2018

Meditación: Marcos 5, 21-43

Hija, tu fe te ha curado. (Marcos 4, 34)


En el Evangelio de hoy nos encontramos con dos personas, dos mujeres, para quienes el Señor realiza milagros de curación. El primero fue para una mujer considerada impura por causa de una hemorragia que le duraba desde hacía doce años. El otro, para una niña de doce años, que acababa de morir.

Según la mentalidad de la época, cualquiera que tocara sangre o un cadáver era considerado impuro. Tal vez por eso, la enferma de hemorragia procuró ocultarse de Jesús luego de haberle tocado el borde de su manto. No quería exponerse a un posible rechazo del Señor o de los demás. Además, sentía vergüenza, ya que por su condición, todos la consideraban “impura” y evitaban el contacto con ella.

Por lo que fuera, tras tocar a Jesús procuró ocultarse entre la multitud. Pero su intento fue inútil, porque Jesús percibió claramente que el toque de ella era diferente y supo que por la fe de ella el poder curativo había emanado de él.

A veces nosotros también queremos ocultarnos de Jesús. Por supuesto, lo hacemos sabiendo que es absurdo intentarlo, pues el Señor ve todo lo que hacemos y lo que necesitamos con la misma claridad con que ve todo lo que nos sucede a nosotros y a todos los demás.

Pero Jesús ve no solo las faltas ocultas que tenemos; también ve nuestras virtudes escondidas. Ve cada paso de fe, cada acto de servicio humilde, cada oración silenciosa que hacemos, y cada una de estas acciones son valiosas para él. Y así como él elogia la fe de la mujer delante de la multitud, también nos elogia a nosotros cuando actuamos con fe. Y no solo eso, sino que nos prodiga más gracia aún como respuesta.

A veces es difícil creer, es cierto, pero Jesús realmente te ama muchísimo y quiere bendecirte. Él ya sabe lo que necesitas y está deseoso de dártelo, así que no te ocultes de él; no dejes que el temor o la vergüenza te mantenga alejado de tu Médico y Redentor. Entrégate a él y afirma tu confianza en su amor y su poder. A continuación, relájate y espera tranquilamente para que oigas cuando te diga: “Tu fe te ha salvado.” Y si no llegas a escuchar tales palabras en tus oídos, las puedes escuchar claramente en tu corazón al sentirte libre, perdonado, renovado y feliz.
“Señor mío, Jesucristo, no quiero ocultarme de ti. Aquí estoy, deseoso de que tú me toques con tu amor y me sanes.”
2 Samuel 18, 9-10. 14. 24-25. 30 – 19, 3
Salmo 86(85), 1-6

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