martes, 30 de junio de 2015

DONES DE FE Y MILAGROS - Parte IV



SEA HECHO CONFORME A TU FE
Parte IV


Había en la región de Tiro y Sidón una joven cananea que hacía algún tiempo era cruelmente atormentada por un demonio. Los cananeos eran conocidos por ser grandes y poderosos, pero también eran famosos por ser idólatras, supersticiosos, profanos y acostumbrados a todo tipo de degeneración moral. Entre sus costumbres religiosas estaba el asesinato de niños como sacrificios a los ídolos, y sus sacerdotisas practicaban la prostitución como forma de culto. Descubrimientos arqueológicos revelaron que en Megido, Jericó y Gezer, era común el “sacrificio de los cimientos”, esto es, cuando se comenzaba a construir una morada, se sacrificaba un niño cuyo cuerpo era metido dentro de los cimientos con la finalidad de traer felicidad para el resto de la familia. Por razones como estas, los israelitas no hacían alianza con los cananeos ni se mezclaban con ellos. Pues bien, según lo que parece, las consecuencias de tan macabra espiritualidad recayó sobre esa joven cananea constantemente atormentada por un espíritu diabólico. Con todo, lo que le faltaba de sosiego era compensado por el amor de su madre que, día y noche, intentaba protegerla y buscaba incansablemente ocasión de liberarla. Solamente en los brazos de aquella mujer que tantas veces la tomara en sus brazos y la hiciera dormir es que conseguía experimentar algún alivio. En verdad, su pobre madre nada más podía hacer más allá de amarla y compartir su dolor, pues, de una hora para otra, el demonio se apoderaba de la pequeña y la maltrataba con toda violencia al punto de casi matarla. Lo que le daba fuerzas para no entregarse era la certeza que su madre le transmitía que las cosas terminarían bien. A pesar de todo, estaba llena de coraje y de motivos para luchar porque todos los días recibía apoyo y comprensión de quien la amaba.

Si por un lado no había desistido de batallar por su vida, por otro ya no creía que pudiese librarse de aquellos ataques. Visto que estaba ya tanto tiempo debajo del sufrimiento y considerando que las manifestaciones eran cada vez más frecuentes y violentas, ella se había conformado con cargar el fardo de su maldición hasta el día en que su propio cuerpo fuese cargado hacia la tumba. De sus parientes y amigos no hay ningún registro escrito. De ella no se sabe edad, posición social o si poseía bienes. Pero una cosa es cierta, era una niña privilegiada, pues había descubierto en su propia casa un tesoro que muchos murieron sin conocer: la felicidad de tener una familia. Su mayor riqueza era la amistad entre ella y su madre. Cierto día, mientras estaban a la mesa en una conversación descontracturada vio a su madre quedar inesperadamente seria. Un silencio demorado invadió el lugar. Entonces, después de algunos minutos escogiendo las palabras, la madre se puso a decir:
“Hija mía, he escuchado cosas respecto de un galileo que jamás antes oí decir de hombre alguno. Muchos creen que la fuerza de lo Alto está con él, por donde pasa verdaderos milagros suceden. Oí decir que el curó personas que sufrían de lepra, hizo ver un ciego de nacimiento, y algunos paralíticos comenzaron a andar después que el les impuso las manos. Lo que más me impresionó, -continuó, al percibir que la hija le escuchaba atenta- fue cuando supe, ayer a la noche, que un hombre atormentado, que andaba por los sepulcros y montes, gritando e hiriéndose con piedras, se postró delante de él cuando lo vio y eso bastó para que él lo liberase. La joven estaba muda sin saber qué pensar, mucho menos qué responder delante de aquella novedad. Con la voz emocionada, la madre continuó: -Descubrí que en estos días él estará bien cerca de nuestra ciudad… y no perderíamos nada si fuésemos a su encuentro. A juzgar por lo que escuché, hay algo diferente en éste hombre, y el poder de Dios se manifiesta en él para sanar y librar las personas de sus males. Creo que el te puede sanar. La hija bajó los ojos entristecidos y descreídos mientras recordaba a la madre que la relación entre israelitas y cananeos no eran de los mejores, que ciertamente el no los atendería. Era muy probable que todo ese esfuerzo sirviese apenas para que fuesen humilladas en público, volviendo todavía mayor su disgusto. Después de oírla, con cariño, la madre continuó:
“En la feria, el vendedor me contó que vio curar un hombre completamente paralítico. Y para que nadie tuviese dudas, ordenó que el enfermo cargase la propia camilla. Aquel vendedor aseguró que existe en este predicar, llamado Jesús, una autoridad que lo vuelve diferente a los demás. Creo que el es la respuesta a nuestras oraciones y que debemos ir a verlo." Y llena de entusiasmo, la madre le contó con mucho detalle muchas otras cosas, inclusive lo que supo con relación a Jesús que acostumbra enseñar y también sobre su conmovedor amor por los frágiles y pecadores. Cuanto más hablaba del profeta de Galilea, más crecía en su corazón la certeza de que por medio de Dios curaría a su hija.

Aunque no estuviese tan convencida, la joven no tuvo otro recurso sino ceder delante del fervor y de la esperanza de su madre. Hacía tanto tiempo que no la contemplaba así motivada que sería hasta un pecado desanimarla. Estaban en el medio de la conversación cuando entró, eufórico, un empleado trayendo la noticia: “
Mi señora, el predicador que esperaba acaba de llegar al poblado vecino y una multitud se reúne para oírlo. El camina y da sus enseñanzas al aire libre. Hay tanta gente a su alrededor que no se consigue verlo. Aún así, conseguí oír que hablaba sobre salvación, vi también que muchos intentaban llegar lo más cerca posible, pues varios enfermos eran curados al tocarlo. Inmediatamente la madre se levantó, se armó de una pequeña provisión compuesta de agua, pan, aceitunas y dátiles, además de algunas otras frutas. Era necesario ser rápidas, pues cuanto antes llegasen, mayores serían las chances de ser atendidas. La distancia no era larga, pero debía estar lista para esperar el tiempo que fuese necesario para que su hija recibiese la asistencia adecuada. La niña, en tanto, no decía una palabra, ni siquiera salía del lugar. Parecía completamente indiferente a todo lo que pasaba.

Al ayudarla a levantarse, la madre percibió que estaba teniendo un ataque. Cayó en el suelo, contorsionándose horriblemente entre convulsiones, rugidos y palabras distorsionadas. Sus ojos se exorbitaban. Y una fuerza terrible impedía que la levantasen del suelo.
“Por favor, madre, -gemía la joven entre un espasmo y otro- déjame quieta en casa. Tal vez sea mi destino sufrir esas crisis hasta el fin de mis días. Desistí de luchar contra este mal y ya estoy adaptada a mi sufrimiento”. –Pero yo no, dijo la mujer al percibir lo que pasaba- Después volviéndose al empleado, se desahogó; -Hace mucho tiempo este espíritu domina mi hija y la maltrata como ahora. Pero no tengo dudas de que se abatió sobre ella en este momento, a fin de que no la llevemos al encuentro de este profeta. Esta ha de ser la última vez que está atormentada. Encárgate de ella, dijo al empleado cuando estaba afuera, pues, si no puedo llevarla a Jesús, yo lo traeré hasta ella, aunque precise cargarlo en los brazos.

La felicidad de su hija merecía cualquier esfuerzo. Aún cuando la niña se resistiese en creer, la fe de su madre bastaba para las dos. Con un beso en la frente se despidió de la joven, dejándola con su cuerpo todavía rígido bajo los cuidados del funcionario. Y cuando cruzó por la puerta, tuvo que enfrentar la angustia de haber pasado a los cuidados de otros a su querida hija, tuvo que enfrentar también las miradas de reprobación de los vecinos. Al final, ¿qué madre abandonaría su hija en estado crítico para correr detrás de un milagrito? ¿Y si algo peor aconteciese en su ausencia? ¿Debería un empleado responsabilizarse por algo así tan grave?

Por el camino, bajo el sol abrasador, una idea insistía en su mente: ¿y si Jesús se negase a acompañarla? Al final, los judíos no entraban de forma alguna en la casa de un cananeo. ¿Y si toda aquella esperanza fuese en vano? Envuelta en tales pensamientos, mal se percibió la multitud que se aproximaba. Y, en medio de ella, cercado por todos lados, estaba el Maestro venido de Dios. Creyendo que sería posible atravesar la multitud, aquella mujer afligida se esforzaba por meterse en medio del pueblo, pero nadie se apartaba para que ella pasase. Cada uno creía ser el más necesitado de escuchar y tocar a Jesús. No había quien estuviese dispuesto a ceder su lugar a otro necesitado. Ella pidió, insistió, se escabulló y hasta empujó un poco, pero no consiguió nada más allá de oír insultos. No importaba lo que hiciese, nadie apartaba el pie. Era inútil hacer fuerza. Cansada y enojada, se sentó sobre una piedra, mientras procuraba una forma de llamar la atención de Jesús. –“Llegue hasta aquí, pensaba en voz alta, porque creo que Jesús puede curar a mi hijita. Ahora que estoy tan cerca ninguna dificultad me hará desistir. Tengo confianza que Dios liberará a mi hija de todo mal y nunca más tendré que ver a mi hijita en tan lastimosa condición”. Miró alrededor, midió el ambiente, y llegó a la conclusión de que estaba en un lugar estratégico. De un salto, se puso de pie, escaló la roca en que estaba sentada y, levantando exageradamente los brazos, comenzó a gritar: “Señor, hijo de David, ten piedad de mi! Mi hija está cruelmente atormentada por un demonio (Mt 15,22) El cortejo continuó avanzando. Jesús, los discípulos y todo el pueblo fueron un poco más adelante donde había césped y alguna sombra.

La mujer corrió al frente y, percibiendo que el lugar estaba cercado de pequeños árboles, reflexionó: “No conseguiré que el me vea a no ser que me cuelgue de aquel árbol mayor. Poco me cuesta esa vergüenza para que mi hija encuentre alivio. Se prendió de un gajo y comenzó a subir ante los ojos asustados de algunos y la risa burlona de otros. El pueblo no podía creer lo que veía. Estaba determinada a tocar su meta. Su amor la impulsaba. El amor no desiste nunca, jamás se cansa. Ni tiene miedo de ser tomado por ridículo. Prefería ser la ridícula madre de una hija curada que la elegante progenitora de una joven abandonada a la suerte. Continuó subiendo hasta que su cabeza salió por entre la copa del árbol. Parecía un fruto inmenso en un árbol pequeño. Era algo tan fuera de lo normal que todos se callaron para ver a aquella mujer pendiendo en el gajo de una higuera. Cuando tuvo certeza de que Jesús la vio, llenó sus pulmones y exclamó: -“Señor, hijo de David, ten piedad de mi! Mi hija está cruelmente atormentada por un demonio”. Cuando, después de eso, Jesús no le respondió palabra alguna, ella se puso a clamar de tal manera que nadie conseguía oír otra cosa. Y el propio Jesús tuvo que parar la predicación. Con aquel barullo era imposible continuar. El pueblo estaba inquieto. Los hombres mandaban que la cananea se callase. Las mujeres estaban divididas entre dolor e indignación. Los fariseos observaban para ver si Jesús se dejaría envolver por una mujer pagana. Antes que la situación se descontrolase, los discípulos tomaron la iniciativa. Se llegaron al Señor y le dijeron con insistencia: Manda afuera a esa mujer, porque ella viene gritando atrás de nosotros (cfr. Mt. 15, 23) Jesús, lleno de compasión, miraba en silencio. Y así quedó hasta que todos se calmasen. –“No fui enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” –le respondió el Señor haciendo señal para que el pueblo le abriese camino. Todos se apartaron. Y aquella mujer vino a postrarse delante de él diciendo: “Señor, ayúdame!” Jesús estaba profundamente enternecido y perplejo delante de la escena tan sorprendente. Nadie hablaba nada. No se oía un murmullo. Hasta aún el sol ardiendo con toda su fuerza, parecía esperar para ver el desenlace de aquella historia. Jesús contemplo largamente el rostro sufrido de la madre. Y pudo notar que ni aún las marcas dejadas por el sufrimiento eran suficientes para apagar de sus ojos la esperanza. En su rostro había lágrimas que eran al mismo tiempo dolor y confianza. Aquella mujer había hecho lo que podía por el bien de su hija. Ahora todo estaba en manos de Jesús y solamente de él dependía. Su última oración fue: “Señor, ayúdame”. Después de eso no pidió más nada. Jesús había entendido todo y ya no era necesario multiplicar las palabras.

Como toda mujer cananea, ella había sido educada para dar culto a dioses que de nada le valían; por el contrario, eran entidades que exigían sacrificios humanos. Su pueblo era espiritualmente huérfano. Y muchas veces se sintió abandonada como un perro de su dueño. Era justamente así que los hebreos llamaban a los paganos: perros. Penetrando su corazón, Jesús vio que no solamente la hija, sino también la madre necesitaba ser liberada. Para arrancar aquel tumor de su alma, Jesús lo cortó con una palabra afilada. En otros términos, puso el dedo en la herida: “No conviene tirar a los perros el pan de los hijos”

Algo necesitaba cambiar definitivamente a partir de ahí. No era posible encender una vela a Dios y otra a los espíritus a quien servía. Para recibir aquel milagro, su corazón debería abrirse, por la fe, el amor del Padre. Es la fe la que nos arranca de la opresión del demonio para no hacernos hijos de Dios. Y, sin perder más tiempo, aquella extranjera reconoció a Jesús como el Señor e hizo una de las más bellas confesiones de toda la Biblia: -“Es verdad, Señor, replicó ella; pero los cachorritos por lo menos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños. Aquello que para mi es grandioso y hasta imposible, para Dios no pasa de migajas.” Una sonrisa larga iluminó el rostro de Jesús en cuanto sus ojos llenos de ternura se fijaron en los de ella. Aquellos pocos segundos repletos de confianza y generosidad valieron más que horas de explicaciones, lamentos y súplicas. Con una satisfacción indescriptible, Jesús no se contuvo más y declaró: “Mujer, grande es tu fe! Sea hecho como deseas” Y, en la misma hora, su hija quedó curada (Mt. 15,28). Jesús, observando la confianza, liberó a su hija de la opresión del diablo. No por la fe de la joven, sino por la fe de su madre. Aquella cananea tenía la firme convicción de que si pusiese su esperanza en Jesús, aunque no se hallase merecedora y la sanación de su hija pareciese imposible, El actuaría en su favor y la salvaría. Jesús se conmovió cuando la oyó decir: “Señor, ayúdame”. Y Él la ayudó provocándola para que hablase, y sacase afuera lo que la angustiaba. Sanó madre e hija, pues las dos estaban enfermas. Una llena de amargura, la otra llena de opresión. En una palabra, Jesús arregló dos vidas. Pero, la gracia que liberó a la joven no llegó hasta ella sin antes curar el corazón angustiado de la madre. Confiando en la palabra de Jesús, la cananea fue a paso ligero de vuelta para la casa. Aquello que, antes, apenas en sueño la madre había contemplado, ahora se había vuelto una realidad. A lo lejos, su hija vino corriendo a su encuentro, definitivamente liberada. Se abrazaron entre lágrimas y risas mientras la joven contaba como se sentía la presencia de Dios inundándola de una paz tan profunda que el espíritu que la oprimía se vio obligado a retirarse para nunca más volver. En estos siete versículos, podemos encontrar algunos secretos para experimentar también nosotros en nuestra vida la fe y el milagro. Podemos señalar algunos:

Primero: COMPARTE.
Dolor compartido es dolor amenizado. Quien se desahoga sufre menos. Rezar es desahogar el alma. Mientras mucha gente en el dolor se calla, Dios nos hace hablar cuánto sufrimos para aliviar el corazón. Si en medio de las lágrimas recurrimos a Jesús, el desahogo se vuelve oración que sana.

Segundo: CONFIANZA.
Aquella cananea, cuando fue al encuentro del Señor, nada llevó además de una firme y una decidida voluntad. Todas las veces que vamos a orar, debemos llevar con nosotros la fe. Confiar en Dios con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas, aunque corramos el riesgo de, a los ojos del mundo, parecer ridículos. Debemos llegarnos hasta Dios con voluntad decidida de que realmente acontezca aquello por lo que oramos. El Evangelio nos muestra que es exactamente eso lo que el Señor espera de nosotros: Tu fe te curó. (cfr. Mt 9, 18-24). “Sea hecho como deseas” (Mt. 15,28)

La oración comienza con el desear. Cuanto más intenso el querer, más eficaz la oración. Nada nos vuelve más vivos que una voluntad decidida. Esa es la razón por la cual la desesperación mata a aquellas personas que le abren la puerta. Ella bloquea el querer. La persona pierde la capacidad de esperar cosas buenas y desiste de luchar. La fe es el antídoto contra toda desesperación. Tener fe no es fabricar la certeza de que las cosas van a suceder solo porque la gente quiere. Pero es comprender con absoluta certeza que, si Dios prometió algo, aquello va a suceder, y no hay algo que lo pueda impedir. Y si tenemos la certeza de que algo bueno va a darse, el corazón descansa y quedamos alegres antes mismo que se realice. La fe hacer suceder aquello que Dios prometió. Ella es la respuesta a nuestra colaboración, para que el milagro suceda. Dios determinó las cosas de tal manera que sin la fe ciertas gracias jamás serán obtenidas.

Tercero: RECONOCER LA PROPIA FRAGILIDAD.
Aceptar la propia impotencia y creer que Dios cuidará de nosotros mejor de lo que hemos conseguido nosotros cuidar. Al clamar “Señor, ayúdame”, la cananea se entregó a Jesús y reconoció la propia debilidad, se aceptó como era, con sus defectos y límites, reconoció que también estaba doliente de preocupación y tristeza, que, agotada por el peso de la responsabilidad y de la dolencia de la hija, también necesitaba auxilio. Pocas cosas nos dan tanta fuerza cuanto reconocer que somos frágiles. Es un acto de compasión con nosotros mismos. En el momento en que nos reconocemos necesitados, el Espíritu Santos nos sustenta, ayuda a nuestra fe, nos da apoyo y nos llena de ánimo.

Cuarto: HAZ TODO COMO SI DEPENDIESE DE TI, pero sabiendo que DEPENDE DE DIOS.
Una liberación, la conversión de una persona o una sanación extraordinaria es obra de Dios y no nuestra. No es lo que hacemos lo que determina el milagro, sino colocarnos enteramente delante de Jesús y confiar que El sabe lo que hace. Dios está más interesado en nuestra salud y felicidad que nosotros mismos. Cuida mejor quien ama más. Y el amor que el tiene por nosotros supera en mucho nuestro amor propio. El ama más a nuestros parientes y amigos de lo que jamás seremos capaces de amarlos. La transformación de una vida y la sanación del corazón es la obra de Jesús, no nuestra.

Debemos hacer la parte que nos compete, pero no podemos asumir el lugar de Dios. Así hizo aquella madre que, después de presentar la situación a Jesús, quedó en paz en su corazón.

Quinto, CONFIAR EN LA PALABRA DEL SEÑOR.
Cuando la cananea fue atendida por Jesús, no vio de inmediato a la hija curada delante de sí. Ni siquiera por eso comenzó a indagarlo: “¿Es sólo eso, Jesús?” Después de todo lo que enfrenté, ¿sólo lo que tienes para decirme es una frase? ¿Qué garantía el Señor me da de que ella está sana? ¿Cómo sabré si no voy a encontrarla exactamente como la dejé? Por el contrario, ella dio fe a la palabra de Jesús y confió en la obra del Espíritu Santo. Camino a casa, corría más de alegría que de curiosidad. Una vez que creyó sin ver, pudo, entonces, ver aquello en que creyó: su familia restaurada y la liberación de su hija. Debemos aprender a tomar posesión de aquello que pedimos a Jesús, creyendo que sucederá lo que le suplicamos, una vez que Él prometió atendernos. Pues, “si no dudamos en el corazón, sino que creemos que sucederá todo lo que dice, obtendremos ese milagro” (cfr. Mc 11, 23)

Del libro: “Dons de Fé e Milagres”
Márcio Mendes
Editorial Cançao Nova

Adaptación Del original em português.

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