El Santísimo Nombre de Jesús
Todo el que practica la santidad ha nacido de Dios. (1 Juan 2, 29).
Esta afirmación es muy tajante: Todo el que practica la santidad “ha nacido” de Dios. No se ponen condiciones ni se miden las palabras, y pareciera decir que solo aquellos que son perfectos y sin pecado son dignos de ser llamados hijos de Dios.
Pero, ¿quién de nosotros puede decir que nunca ha pecado? ¿Quién puede decir que siempre actúa correctamente? Si tuviéramos que responder con toda sinceridad, tal vez llegaríamos a la conclusión de que en realidad no somos hijos de Dios.
Pero no es esto lo que dice Juan. En lugar de fijarse en lo que nosotros somos y hacemos, Juan se fija más en la Persona de Jesús y en la salvación que él ganó para nosotros. Basta con leer el siguiente versículo: “Miren cuánto nos ama Dios el Padre” (1 Juan 3, 1). Juan contempla el amor de Dios, no nuestro pecado, y después de haber dejado establecida esta asombrosa verdad, nos insta a purificarnos para que sigamos creciendo en nuestra condición de hijos de Dios.
Con frecuencia solo vemos nuestras carencias y vemos que no somos como Dios. Él es infinitamente cariñoso; a nosotros nos cuesta amar a los demás. Él todo lo sabe; nosotros estamos llenos de incertidumbres. Él es siempre paciente; nosotros somos irritables e impulsivos. Pero Dios contempla no solo lo que hacemos o no hacemos, sino lo que llevamos en el corazón y cuán profundamente deseamos estar con él. Por eso nos infunde la gracia de su Espíritu Santo, para que crezcamos en la vida de los hijos suyos que hemos llegado a ser.
¡Tú eres un hijo de Dios! Cree que esto es verdad, aun cuando no te parezca así. Cada mañana afirma en voz alta: “Yo soy hijo de Dios, no solo un pecador ni un ser humano ordinario.” Luego, a lo largo del día, busca señales del amor de Dios. Por ejemplo, cada buena obra que realices, cada momento de paciencia, cada gesto de bondad que hagas es una señal de que el Espíritu Santo está actuando en tu corazón. Sé dócil a su guía y él te dará el gozo de ser parte de la familia de Dios. Y como hijo de Dios, tienes acceso constante al trono de la gracia, al perdón ilimitado cuando te arrepientes y a la sabiduría para distinguir lo bueno y lo malo.
“Dios y Padre mío, te doy gracias por aceptarme como hijo tuyo. Ayúdame a creer esta verdad de un modo más firme cada día.”
Salmo 98(97), 1. 3-6
Juan 1, 29-34
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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