Ninguno que sea hijo de Dios sigue cometiendo pecados. (1 Juan 3, 9).
Este es un pasaje difícil de entender. ¿Qué quiere decir Juan con eso de que ninguno que sea hijo de Dios comete pecados? Sabemos que hemos sido “engendrados por Dios” en el Bautismo, pero también sabemos que cometemos pecados. Entonces, ¿significa eso que realmente no somos hijos de Dios? ¿O bien, que nada de lo que hacemos es pecaminoso porque hemos “nacido de Dios”? ¿Cómo pueden conjugarse estas afirmaciones?
Hay que dejar algo en claro. Juan no dice que los verdaderos cristianos nunca pecan. Ciertamente, él entendía que nadie es perfecto, pero también que podemos llegar a ser santos gracias al poder del Espíritu Santo. Es decir, que de alguna manera empezamos a parecernos a Cristo y a llevar una vida santa y virtuosa ahora mismo porque hemos sido engendrados por Dios.
La muerte redentora y la resurrección de Jesucristo nos han merecido ser adoptados en su familia, y con esa adopción viene la gracia de llevar la vida que profesamos, es decir, la fuerza para decir no a la tentación y mantener la pureza de corazón. Porque la vida es como una semilla plantada dentro de nosotros, una semilla llena de gran potencial para cambiarnos y hacernos santos. Como explica Juan, Dios quiere darnos el poder de ser hijos suyos (1 Juan 3, 1). Dios no es un papá frustrado que nos grita: “Ustedes son mis hijos. ¡Actúen como tales!” Es un Padre paciente y amoroso que desea educarnos y formar el carácter de su Hijo en nosotros.
La belleza de la vida con Dios es que el pecado no puede empañar lo que el Señor ha hecho en el corazón humano. Puede ensombrecer nuestra alma; puede eclipsar nuestra visión de Dios, pero la vida de Dios permanece en nosotros, y es mucho más fuerte que el pecado.
Así que no te fijes tanto en las veces que has fallado; piensa más bien en todas las formas en que Jesús ya te ha cambiado y exprésale tu agradecimiento por su gracia, que te ha levantado y te ha hecho más paciente, más apacible, más bondadoso. Tú has sido engendrado por Dios, así que, ¡alégrate!
“Señor y Dios mío, no sé cómo agradecerte por todo lo que has hecho en mi vida. No permitas que nunca me olvide de tu gracia ni de tu Persona.”
Salmo 98(97), 1. 7-9
Juan 1, 35-42
Fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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