viernes, 15 de mayo de 2015

¿CÓMO VENCER LAS BATALLAS CONTRA NOSOTROS MISMOS?

Jesús dijo que “la carne es débil” (Mt 26,41); “carne” en la Biblia significa la naturaleza humana, débil, miserable después que el pecado entró en nuestra historia. Todos hemos experimentado eso, hasta San Pablo se lamentaba de no hacer el bien que quería sino el mal que detestaba (cf. Rom 7).

Cómo vencer las batallas contra nosotros mismos1

Pero el mismo Jesús nos trajo la salvación: ahora, con su gracia y su bendición podemos vencer nuestras debilidades. Es una lucha sin tregua y exige que busquemos, por ende, los auxilios dejados por Él en la Iglesia: los sacramentos, la oración, la meditación de su Palabra y de buenos libros y el arrepentimiento cada vez que el pecado nos vence, etc.
Sin embargo, también es necesario entender que nuestra santificación es más un trabajo de Dios en nosotros, que nuestro en nosotros mismos. No tenemos la fuerza y el poder de vencer solo el mal que hay en nosotros. Por eso, es necesario luchar con todos los recursos citados encima, pero sabiendo que “Porque Dios es el que produce en ustedes el querer y el hacer, conforme a su designio de amor” (Fil 2,13).

Dios nos conoce desde antes de ser engendrados “En Él existimos, nos movemos y somos” (Hch 17,28), y sabe como obrar en nosotros. Tenemos que tener paciencia, no solo unos con otros, sino también con nosotros mismos y saber esperar la madurez de nuestro espíritu como se da la madurez de la flor y del fruto de la naturaleza. A través de la naturaleza Dios nos da lecciones diarias para la vida espiritual. La naturaleza no se cansa, y no se exaspera; no se desanima.

Dios no tiene prisa porque es eterno, el tiempo es de Él. San Pablo dice también que “Él es quien nos capacita”; Él es “Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros” (Ef 3,20). Entonces ¡paciencia!

Vamos a hacer una comparación para entender mejor. Jesús contó una parábola sobre el Reino de Dios, comparándolo con un sembrador que lanzó semillas a la tierra y durmió; se levantó de día y de noche, y la semilla germinaba sin que él supiera como. Porque la tierra, por si misma, produce primero la raíz, después la espiga, y después el trigo maduro en la espiga. Después el hombre mete la guadaña, porque llegó el momento de la colecta. (Cf. Mc 4,26-29)

El agricultor se esfuerza por preparar bien el terreno, sacar las piedra, etc; pero, una vez sembrado el grano, no puede hacer nada más, ha no ser esperar con paciencia, hasta el momento de la cosecha. Espera que la tierra germine la semilla, espera la lluvia del cielo; solamente puede arrancar las hierbas dañinas. No puede realizar el milagro de hacer germinar la semilla; el grano se desenvuelve por su propia fuerza interior. Mira, con esta comparación el Señor muestra el vigor íntimo del crecimiento del Reino de Dios en el mundo y también en nosotros, hasta el día de la cosecha (cf. Joel 3,16; Ap 14,15). Ese Reino de santidad.

Jesús quiere mostrar que el anuncio del Evangelio, que es la semilla abundantemente esparcida, dará su fruto sin falta, no dependiendo de quien la siembra o de quien la riego, sino de Dios, “que da el crecimiento” (1 Cor 3,5-9). Todo se realiza sin que los hombres no se den cuenta.

Al mismo tiempo, el Reino de Dios indica cómo obra la gracia de Dios en nuestras almas: Dios obra silenciosa y pacientemente en nosotros, respetando nuestra realidad, sin quemar etapas para no quemarnos. Así, realiza una transformación en nosotros, mientras dormimos o trabajamos, haciendo surgir en el fondo de nuestras almas la decisión por la fidelidad, por la entrega, por el deseo de hacer su voluntad… hasta llevarnos a aquella edad perfecta, “el estado de hombre hecho a la medida de Cristo” (Ef 4,13); “conformados a imagen de Cristo” (Rom 8,29) como decía San Pablo.

Nuestro esfuerzo es indispensable para vencernos a nosotros mismos, nuestro egoísmo, apegos a cosas y criaturas, sensualidad, ira, envidia, pereza, gula, etc. Pero, en último análisis es Dios quien actúa, porque “los que son conducidos por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8,14), y Dios cuida de ellos. Es el Espíritu Santo que, con sus inspiraciones, le va dando un tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y acciones.

Necesitamos, entonces, hacer nuestra parte, pero con paciencia y sabiendo esperar la victoria sobre nosotros, aún cuando lo hagamos como la planta que nace lentamente pero fuerte. Lo que nace grande es una monstruosidad. En la obra de vencer a nosotros mismos y superar nuestras miserias, la gran arma es la paciencia. San Agustín dice que: “No hay lugar para la sabiduría donde no hay paciencia”. Jamás pisen la propia alma cuando cae, decía el sabio doctor San Francisco de Sales. Tiende la mano al alma caída y levántala con cariño para retomar la caminata después del arrepentimiento.

¿Cómo Dios hace crecer en nosotros la paciencia?
Haciéndonos ejercitarla. Por eso permite las tribulaciones, enfermedad, personas “molestas” a nuestro lado, gente que nos critica, nos condena y nos desprecia. Todo eso para ejercitar nuestra paciencia, de lo contrario no crece y no se fortalece para enfrentar los combates de la vida. El mismo San Agustín decía: “Aún no hemos llegado hasta el Señor, pero al prójimo lo tenemos ya con nosotros. Preocúpate, pues, de aquel que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo y llegarás a Aquel con quien deseas permanecer eternamente”. ¡Nadie pierde por esperar!

Prof. Felipe Aquino
Máster y Doctor en Ingeniería Mecánica. Recibió el título de Caballero de la Orden de San Gregorio Magno por el Papa Benedicto XVI, es autor de varios libros y conductor de programas de televisión y radio de la Comunidad Canción Nueva.

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