martes, 23 de julio de 2019

el que cumple la voluntad de mi Padre… ése es mi hermano

Todo el que cumple la voluntad de mi Padre… ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. (Mateo 12, 50)

En el Evangelio de hoy leemos lo que parece una actitud un tanto despectiva de Jesús hacia su madre, pero no es así. La misión de Jesús era revelar al Padre y por lo tanto su atención estaba enfocada en el servicio exclusivo a la Palabra de Dios.

El Señor había explicado claramente que el discipulado impondría duras exigencias, como por ejemplo, dejar hasta lo más querido, incluso la propia familia, por el Reino de los Cielos, y él mismo vivió, en su propia carne, el sacrificio de renunciar a la propia familia.

Lo que Jesús quiere dejar en claro aquí es que, ante los ojos de Dios, el valor decisivo de la persona no radica tanto en su parentesco sanguíneo, sino en la disposición que cada uno tenga de aceptar y cumplir la voluntad de Dios: “Cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mateo 12, 49-50).

En aquel momento, la voluntad de Dios era que él evangelizara a quienes le estaban escuchando y que éstos le escucharan. Eso dejaba en segundo plano a cualquier otro valor, por entrañable que fuera. Para cumplir su misión y hacer la voluntad del Padre, Jesús estaba ahora dedicado de lleno a cumplir su misión mesiánica lejos de la casa materna.

De esta forma, corrió la misma suerte que había anunciado para sus discípulos. Tuvo que renunciar a su propia familia y separarse de ella, para dedicarse de lleno a cumplir la voluntad de Dios.

Pero ¿quién ha estado más dispuesto a realizar la voluntad de Dios que María? “Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho” (Lucas 1, 38). Por esto, San Agustín dice que María acogió primero la Palabra de Dios en su espíritu por la obediencia, y después en su cuerpo por la Encarnación.

Cuando hacemos la voluntad de Dios con fe, nos convertimos, unos para otros, en padres, madres y hermanos. La unidad espiritual es tan fuerte que la unidad de parentesco y de sangre familiar viene a ser nada más que un reflejo material de la realidad eterna sobrenatural.
“Padre celestial, haz crecer en mí el amor sincero y abnegado a todos mis familiares, para que al amarlos a ellos te ame también a ti de todo corazón.”
Éxodo 14, 21–15, 1
(Salmo) Éxodo 15, 8-10. 12. 17
fuente Devocionario católico La Palabra con nosotros

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