lunes, 22 de julio de 2019

Meditación: Juan 20, 1-2. 11-18

Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas? (Juan 20, 15).

María Magdalena, cuya fiesta celebramos hoy, fue seguidora del Señor, y por una buena razón: ¡él la había librado de siete demonios! En agradecimiento por su sanación, ella se unió al grupo de mujeres que le brindaban ayuda a Cristo por el camino de Galilea a Jerusalén (Lucas 8, 2-3). Sin duda, ella se debe haber sentido fascinada al verlo realizar milagros y oírle predicar cada día, tanto así que su fidelidad la llevó al pie de la cruz aquel terrible Viernes Santo.

La devoción de María continuó incluso después de que Jesús murió. Mientras todos los demás permanecían ocultos, ella fue al sepulcro a realizar un último acto de amor: ungir el cuerpo, según la tradición judía. Sin duda estaba sobrecogida de tristeza, pero quería honrar la memoria de todo lo que Jesús había hecho por ella. Pero, súbitamente, su tristeza se convirtió en júbilo cuando vio que la tumba estaba vacía y, luego ¡vio al propio Jesús resucitado de entre los muertos!

Cuando la llamó por su nombre, el Señor liberó nuevamente a María, esta vez del pesar y la pena, y la reanimó con una sola palabra: “María”, a lo que ella respondió también con una sola palabra, “Raboní”, cargada no solo de alivio y alegría, sino también de una promesa de fe inquebrantable.

Jesús siempre nos sorprende, ¿no es así? Primero se apareció, no a los gobernantes de Israel y ni siquiera a los doce apóstoles, sino a una mujer, cuyo pasado había sido problemático. La escogió como primer testigo de la resurrección, la que tendría el honor de ser “apóstol para los apóstoles.” Escogió a una persona inesperada, que muchos habrían ignorado, para que tuviera uno de los mayores honores de la historia.

Cualesquiera que hayan sido las ataduras que María había sufrido, y cualquier pecado que hubiese cometido, nada de eso la descalificó a los ojos del Señor. Tú tampoco estás descalificado, hermano o hermana, ni por tus pecados pasados ni por tus debilidades actuales.

Después de todo, esta es precisamente la razón por la que Jesús vino al mundo: a librarnos de todo lo que nos encadena y llenarnos de alegría. A cada uno nos llama por nuestro nombre, y trata de llenarnos de esperanza, para que nosotros también seamos testigos de su amor.
“Jesús, Señor mío, ¡tú eres mi esperanza! Mi corazón salta de alegría con el sonido de tu voz. Haz de mí un testigo de tu resurrección.”
Cantar de los Cantares 3, 1-4
Salmo 63 (62), 2-6. 8-9
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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