viernes, 19 de julio de 2019

Meditación: Mateo 12, 1-8

Misericordia quiero y no sacrificios. (Mateo 12, 7)

Los judíos ofrecían muchos sacrificios de animales en el templo y también hacían sacrificios personales, como el ayuno, pero lo que Jesús reprobaba eran los sacrificios que hacían los fariseos con la creencia de que el hecho de cumplir los rituales de la Ley los haría justos ante Dios. La ley exigía numerosas prácticas rituales, como lavamientos, ayunos y sacrificios de animales, y prohibía hacer labores en el día de reposo, tales como trabajar, viajar o preparar alimentos. Todo esto supuestamente justificaba a las personas ante Dios, aunque eran, como vemos, prácticas externas a la persona.

Pero la misericordia es una actitud interna que exige un cambio de mente y corazón, que lleva a mirar con compasión y bondad a los que sufren, como lo hacía Jesús. Consciente del estado miserable de nuestra condición humana causada por el pecado y sus efectos, Cristo demostró la misericordia suprema al hacerse hombre, asumiendo el castigo que merecían nuestros pecados y muriendo para que fuéramos perdonados y recibiéramos el don de la vida eterna.

Los sacrificios que implican cumplir ciertas acciones religiosas no tienen, por lo general, el efecto de cambiar la mentalidad ni las intenciones del corazón, a menos que haya un verdadero deseo de reformar las actitudes, sobre todo hacia los demás, y de complacer a nuestro Salvador con una vida de oración, devoción y fidelidad a sus mandamientos. Ahora bien, si le pedimos al Espíritu Santo que nos cambie el corazón, abandonamos los deseos egoístas y buscamos la fortaleza del amor de Dios, entonces nuestros actos externos pueden ser señales de que realmente amamos a Dios y al prójimo como a nosotros mismos. Así veremos si hemos avanzado en la espiritualidad y si lo que hacemos es grato ante Dios.

La misericordia la recibimos de Cristo por medio de su cruz. Cuando nos damos cuenta de que su sacrificio de amor es muchísimo más eficaz que cualquier cosa que se haya ofrecido a Dios en el Templo de Jerusalén, podemos recibir y tener hacia nuestro prójimo, la misma compasión que hemos recibido nosotros. Quizás continuaremos haciendo lo mismo que antes, pero lo haremos con humildad, procurando servir a Dios. Esto le dará un colorido de amor a nuestras devociones.
“Señor Jesús, transforma mi corazón, te lo ruego. Ayúdame a atesorar la misericordia que has tenido conmigo, y líbrame de hacer sacrificios vanos. Padre Santo, concédeme tu fortaleza para servirte a ti y a tu pueblo.”
Éxodo 11, 10–12, 14
Salmo 116 (115), 12-13. 15-18
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

No hay comentarios:

Publicar un comentario