miércoles, 10 de junio de 2015

Cristo en ustedes, la esperanza de la gloria

Jesús es el corazón de todo ministerio divino


Si alguien le pidiera resumir su fe en una sola frase, ¿qué diría usted? ¿Que Jesucristo murió por sus pecados y luego resucitó? ¿Que usted cree todo lo que enseña la Iglesia Católica? ¿O diría simplemente que “Dios es amor” y nada más?
No es fácil destilar todas las verdades del Evangelio en una sola frase. No lo fue ni siquiera para San Pablo, que escribió tantas cartas hermosas a los fieles de la Iglesia primitiva, porque vemos que en cada epístola incluía un resumen diferente. ¡En algunas hasta hay dos o tres!

En esta edición queremos escudriñar una de estas declaraciones de Pablo, porque es tan conmovedora como esperanzadora. En su carta a los creyentes de la ciudad de Colosas, les dice que el mensaje del Evangelio es “un misterio” del cual Dios lo hizo heraldo; un “secreto que desde hace siglos y generaciones Dios tenía escondido”, pero que ahora se ha dado a conocer. Y ¿cuál es este misterio? Que Cristo está en ustedes y él es la esperanza de la gloria (Colosenses 1, 27).

Este misterio, esta espléndida revelación de Dios, constituye la esencia misma de nuestra fe. Puede ser una frase muy breve, pero lleva consigo un sentido muy profundo. Libros enteros se han publicado sobre esta declaración; innumerables homilías se han predicado sobre ello; grandes teólogos han escrito tratados enteros sobre ella. Pero por muy profunda que sea esta afirmación, las verdades que comunica son a la vez muy simples:

En primer lugar, que el mensaje de Cristo, que fue crucificado y resucitado, es la esencia del misterio de nuestra fe.

Segundo, que Cristo es el corazón mismo del misterio y él habita en el corazón de sus fieles.

Tercero, que el mismo Cristo también es nuestra esperanza de la gloria eterna en el cielo.

Cuando contemplamos estas tres verdades, uno se siente movido a preguntarse: ¿Cómo puedo yo experimentar la gracia y las bendiciones de estas verdades? No queremos plantear aquí ideas teológicas complicadas, sino proponer cómo puede uno experimentar un cambio de corazón cuando deposita su fe en este misterio. Así pues, comenzaremos.

Cristo es el núcleo central. Para San Pablo, la figura más trascendente de este misterio es Cristo Jesús, nuestro Señor. Él es el corazón de nuestra fe, él mantiene unida nuestra fe. Todo en la creación está enfocado en su Persona y toda la historia tiene su cumplimiento en él.

Justo antes de exponer el misterio de “Cristo en nosotros, la esperanza de la gloria”, Pablo usó un antiguo himno cristiano para demostrar que, desde el principio, Jesús constituye la figura central de todo lo que creemos. Según este himno, Jesús es “la imagen visible de Dios, que es invisible; es su Hijo primogénito, anterior a todo lo creado.” Todo fue creado “por medio de él y para él.” De hecho, “por él se mantiene todo en orden” (Colosenses 1, 15. 16. 17).

Pablo hizo esta magnífica descripción para establecer claramente que Aquel que murió y resucitó por nosotros es el mismo para cuya gloria y honor existe toda la creación, incluido el ser humano naturalmente, y afirmó en forma rotunda que Cristo Jesús posee, en su Persona, el poder necesario, no sólo para reconciliarnos con Dios, sino también para llevarnos al cielo e infundirnos “la esperanza de la gloria” (Colosenses 1, 27). El deseo que ardía en el interior del apóstol era que los fieles abriéramos los ojos y nos diéramos cuenta de que la motivación central de Jesús, de todo lo que enseñó, y de todos sus milagros y curaciones era reconciliarnos con el Padre y llenarnos de su vida y su amor divinos. Por eso, cuando el Señor prometió que permanecería con sus fieles hasta el fin de los tiempos (Mateo 28, 20), todos los cristianos podemos tener la seguridad inquebrantable de que Cristo cumplirá sin falta su palabra.

Un misterio espléndido. Piense en este gran misterio: Jesús, el eterno Hijo de Dios vino a la tierra y se hizo hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado. Como lo dijo San Juan, la Palabra eterna de Dios “se hizo hombre y vivió entre nosotros” (Juan 1, 14). El solo pensar en el hecho de que Jesús haya asumido todas las limitaciones de un cuerpo humano sólo por causa nuestra es algo que nos deja deslumbrados. Es una lección de humildad el saber que Cristo haya soportado de buena gana todos los malentendidos, la envidia, el rechazo y el odio violento de sus opositores sólo para salvar a innumerables seres humanos pecadores. Da mucho que pensar el saber que el Señor haya abrazado la cruz sólo por nosotros, los que creeríamos en él.

El misterio de Cristo es que Dios decidió enviar personalmente a su Hijo para que se hiciera uno con el género humano que él se propuso salvar, a pesar de que todos somos pecadores. No tuvo que hacerlo de esta forma, pero decidió salvarnos del modo más personal posible. Así fue como el eterno Hijo de Dios se hizo hombre verdadero sin dejar de seguir siendo Dios verdadero, y para ello no buscó nacer rodeado de gloria y honores, sino en la pobreza. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el “Anciano de Días” (Daniel 7, 9), entró en nuestro mundo como un bebé indefenso, absolutamente dependiente del cuidado de dos seres humanos. Aquel que es el centro de toda la creación se hizo “un hombre lleno de dolor… como alguien que no merece ser visto” (Isaías 53, 3).

Dedique unos minutos a meditar en este magnífico pero humilde plan de Dios. Piense en la enormidad del amor y la firmeza del compromiso que movió a Cristo Jesús a revestirse de nuestra carne humana. Deje que la magnificencia de este profundo misterio penetre en su corazón y lo ilumine, para que usted llegue a repetir las hermosas y sinceras palabras de asombro y temor de la Virgen María cuando se enteró de que ella iba a ser el instrumento por el cual se haría realidad esta maravilla: “¿Cómo podrá suceder esto?” (Lucas 1, 34).

Todo por amor. ¿Recuerda usted qué fue lo que cantaron los ángeles aquel primer Día de Navidad? “¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra entre los hombres que gozan de su favor!” (Lucas 2, 14). Debido a que ellos fueron dotados de conocimiento completo desde el momento de su creación, los ángeles fueron capaces de reconocer la trascendental importancia de ese momento. El plan de Dios se iba desplegando de una manera nueva y dramática.

Innumerables bendiciones emanarían de la Encarnación de Jesús, bendiciones de alegría, salvación, misericordia, esperanza y redención. Ellos vieron y reconocieron quién era Jesús mucho antes de que él realizara ningún milagro ni predicara ni un solo sermón. Ellos sabían nada más que ese bebé era el Hijo de Dios. Y sabían, también, lo muy favorecidos que somos los humanos ante los ojos de Dios.

Ninguno de nosotros tendrá el privilegio de adquirir esta profundidad de conocimiento mientras viva en este mundo. Desde muchos puntos de vista, la Encarnación del Verbo Divino seguirá siendo un misterio de nuestra fe. Pero aun así, todos podemos reconocer que la venida de Dios al mundo como hombre es un acto divino de un amor incomprensible para la mente humana. Pese a eso, todos podemos comenzar a ver la inmensa ternura y misericordia de nuestro Dios, que dejó la gloria de cielo sólo para venir a salvarnos. Por su amor inefable, Cristo se “hizo algo menor que los ángeles” (Hebreos 2, 9). Por su amor infinito, murió por nosotros en la cruz. Por su amor perfecto, cuando resucitó abrió las puertas de cielo. Y por su amor incondicional, volverá al final de los tiempos para llevarnos en la morada celestial que ha preparado para sus fieles.

El Señor está de su lado. Incluso hoy, sentado a la derecha de su Padre, Jesucristo sigue siendo Dios verdadero y hombre verdadero. Sigue siendo perfectamente divino y plenamente humano, y sigue siendo plenamente humano y perfectamente divino, completamente divino y humano, para toda la eternidad.

Cristo ha experimentado personalmente todo lo que hemos experimentado o experimentaremos nosotros: todas nuestras alegrías y sufrimientos, todas nuestras esperanzas y decepciones, todos nuestros éxitos y fracasos. Dado que él sigue siendo semejante a nosotros en todo (excepto en el pecado), Jesús es también para siempre una constante “puerta de esperanza” para toda la Iglesia, un caudaloso río de consolación para los desalentados y los abatidos y una senda directa hacia el Padre para aquellos que le buscan. Él es nuestro gran sumo sacerdote, el único “mediador entre Dios y los hombres” (1 Timoteo 2, 5).

¿Sabe usted qué significa esto? Que Jesús está de nuestro lado. Está del lado de cada creyente, como usted. Cada día él quiere decirle a usted: “Estoy contigo, en tu corazón. Quiero ayudarte y llenarte de la esperanza de la gloria.”

Reciba el misterio.
El salmista preguntaba: “¿Qué es el ser humano? ¿Por qué lo recuerdas y te preocupas por él?” (Salmo 8, 5). Conscientes de que todos somos tan rebeldes, volubles y débiles ante la tentación, ¿por qué somos tan favorecidos a los ojos de Dios? ¿Quién de nosotros puede vislumbrar la eterna sabiduría y los designios perfectos de nuestro Dios? Pese a todo, Dios dispuso que su propio Hijo fuera nuestro Redentor. Sí, Jesucristo es el corazón y la esencia del misterio del plan de Dios. Y Cristo nunca dejará de ayudarnos y guiarnos. ¡Siempre será “Cristo en ustedes, la esperanza de la gloria”! (Colosenses 1, 27).

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