Pensemos en todas las aflicciones y emociones que debe haber experimentado la Virgen, el dolor y la angustia de no poder encontrar a Jesús por ninguna parte. ¡Cómo iba a perder al Hijo de la Promesa, el Mesías, su único hijo! Pero qué alivio, asombro y alegría cuando finalmente, a los tres días, lo encontraron en el Templo conversando con los maestros de la ley. Finalmente, qué desconcierto al escuchar las palabras de su hijo: “¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?” (Lucas 2, 49).
San Lucas, sabio observador de la condición humana, dice que aun cuando la Virgen no entendía cabalmente todo lo que había sucedido, “guardaba todo esto en su corazón” (Lucas 2, 51). Esta es la clave de su “inmaculado corazón”. María, que había experimentado las mismas emociones humanas que todos experimentamos, siempre permaneció receptiva a la Palabra de Dios y dócil al Espíritu Santo, porque se había hecho el hábito de reflexionar en lo que el Señor estaba haciendo en su vida, sin dejar que las pasiones del momento llegaran a dominarla.
Todos podemos seguir el ejemplo de la Virgen María. Dios quiere que sus hijos desarrollen el mismo hábito de orar y reflexionar acerca de las circunstancias y pruebas de todos los días; que aceptemos sus palabras y sigamos de corazón la guía de sus promesas.
La devoción al Inmaculado Corazón de María se debe a San Juan Eudes (siglo XVII), quién lo unía al Sagrado Corazón de Jesús. Esta vinculación fue también apoyada por Santa Margarita María de Alacoque, muy devota de los Corazones de Jesús y María, y más tarde por el Papa Pío XII, quién enseña que “para sacar más abundantes frutos de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, los fieles han de unirlo a la devoción al Inmaculado Corazón de María.”
“Santísima Virgen María, purifica mi corazón para que procure hacer la voluntad de Dios más decidida y claramente. Ayúdame a cooperar contigo y mantén mi corazón bajo tu amorosa y vigilante mirada.”
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