Seguramente ya escuchaste que Dios sustenta y conduce toda la creación, realizando Su voluntad a través de la Divina Providencia, así para vivir una vida de santidad es necesario confiar enteramente en ella. Pero muchos aún tienen dudas sobre lo que es y como vivir de ella.
El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) define a la Divina Providencia como las disposiciones por las cuales Dios conduce a su creación en orden a esta perfección: “Dios guarda y gobierna, por su Providencia, todo lo que creó, alcanzando con fuerza, de un extremo a otro, y disponiendo todo suavemente” (Sb 8,1), porque “todo está desnudo y patente a sus ojos”(Hb 4,13), hasta aquello que “depende de la futura libre acción de las criaturas”(CIC 302).
De esta forma, el Señor creó el hombre para la santidad y por eso, jamás lo abandona, por eso lo conduce a cada instante, para una perfección última aún a alcanzar por los caminos que sólo El conoce.
Por otro lado, aún conduciendo todo, El jamás quita la libertad del hombre, ya que no es una marioneta. “En Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17,28). El está presente en todas las situaciones, aún en los acontecimientos dolorosos y en los acontecimientos aparentemente sin sentido. El también escribe derecho en las líneas torcidas de nuestra vida, lo que nos quita y lo que nos da, todo constituye ocasiones y señales de Su voluntad, afirma el Youcat (49).
Reconocer, confiar en esta dependencia total del Señor es la fuente de sabiduría y de libertad y de la alegría y la confianza (Sb 11,24-26). El propio Jesús recomendó el abandono total a la providencia celeste, siendo Él el mismo a testimoniar con su vida que el Señor cuida de todas las cosas: “No se inquieten diciendo:¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? Bien sabe vuestro Padre celeste que necesitan todo eso. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás les será dado por añadidura.” (Mt 6,31-33).
Si Dios conduce todas las cosas, surge entonces la pregunta: ¿Por qué no evita el mal?
El CIC afirma: “A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal (CIC 309).
Santo Tomás de Aquino afirmaba que: “Dios solo permite el mal para sacar de él algo mejor”. Sin embargo, el mal en el mundo es solo un misterio sombrío y doloros, por eso tan incomprensible, pero tenemos la certeza de que el Señor es cien por ciento bueno, Él nunca es el autor de algo malo, El creó el mundo bueno, pero todavía no perfeccionado.
Mirando para la historia es posible descubrir que el Señor, en su providencia, saca un bien de las consecuencias de un mal (aún moral) causadas por las criaturas: “No, no fueron ustedes-dijo José a sus hermanos- que me hicieron venir aquí. Fue Dios [...] Premeditaste contra mí el mal: el designio de Dios lo aprovechó para el bien [...] y un numeroso pueblo fue salvado”. (Gn, 45,8; 50,20)
Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.
Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien. (CIC 312)
La verdad es que “Todo sucede para el bien de aquellos que aman a Dios” (Rm 8,28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad: Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138). Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las Horas, III, Oficio de lectura 22 junio).(CIC 313).
Por lo tanto, el hombre es llamado a confiar enteramente en la Divina Providencia, pues esta es el medio por el cual El conduce con sabiduría y amor a todas las criaturas para su último fin que es la santidad, aún sabiendo que muchas veces los caminos de su providencia son desconocidos. La respuesta para aquel que desea vivir una vida en la voluntad de Dios es el abandono pues esta es la orden de Dios: “Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque Él se interesa por ustedes”. (1 Pe 5, 7).
Ricardo Gaiotti – Comunidad Canción Nueva
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