viernes, 23 de septiembre de 2016

Meditación: Lucas 9, 18-22


San Pío de Pietrelcina

Habiendo relatado las obras de Jesús en Galilea, San Lucas se concentra en el sufrimiento y rechazo que Cristo encontraría en Jerusalén. Cuando el Señor preguntó a los discípulos quién decía la gente que él era, ellos respondieron diciendo lo que habían oído de boca de otros, pero Jesús les preguntó: “¿Y ustedes quien dicen que soy yo?” No bastaba saber lo que decían los demás; ellos mismos tenían que decir quién era Cristo para ellos.

Pedro, respondiendo por todos, declaró: “El Mesías de Dios”. Aunque la respuesta fue claramente correcta, el Señor les mandó guardar silencio. En el Antiguo Testamento, el Mesías debía salvar al pueblo de Dios de sus enemigos y restituirle su heredad. Jesús fue el verdadero Mesías enviado por Dios a librar al pueblo de su peor enemigo, el pecado, y a enseñar, realizar las obras de Dios y hacer sentir su presencia en medio de ellos. Pero mientras los discípulos no entendieran el significado y los efectos del sufrimiento y la muerte de Cristo, no estarían en condiciones de predicar en su nombre.

Por eso, en lugar de mostrarse como Mesías, Jesús prefirió usar el enigmático título de “Hijo del hombre”. En el Antiguo Testamento, este título era usado tanto para hacer resaltar la condición humilde del ser humano (Salmo 11, 4), como para referirse, en los escritos apocalípticos, a un hombre que tendría una íntima relación con Dios, es decir, que estaría investido de gloria y poder y que sería digno de veneración (Daniel 7, 13-14). Al usar este título, Jesús daba a conocer su propia naturaleza divina, rechazando al mismo tiempo la idea del poder pasajero y la gloria mundana que la gente le atribuía al título de “Mesías”.

Jesús sabía que tenía que aceptar la cruz, con todo lo que ella significaba, y que su gloria brotaría de su propia humillación. Nosotros, los cristianos, necesitamos tener esta perspectiva celestial y reconocer que el Reino de Dios se establece en el mundo mediante la obra de la cruz. Por eso nosotros también debemos aceptar nuestra cruz, para que ella dé muerte a las tendencias egocéntricas y desviadas que tenemos y así podamos hacer la voluntad de Dios.
“Espíritu Santo, enséñame a conocer a Jesucristo, mi Señor y Salvador. Abre mi mente y mi corazón para entender el verdadero significado de la cruz que me toca llevar, y ayúdame a aceptarla de todo corazón.”
Eclesiastés 3, 1-11
Salmo 144(143), 1-4

fuente: Devocionario católico la palabra con nosotros

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