miércoles, 28 de marzo de 2018

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Mateo 26,14-25.

Evangelio según San Mateo 26,14-25. 
Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: "¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo. El primer día de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?". El respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos'". Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará". Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo, Señor?". El respondió: "El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!". Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le respondió Jesús. 


RESONAR DE LA PALABRA 

Queridos hermanos:

Hoy es Miércoles Santo. Un día «santo» porque en él se trasluce el misterio último de la libertad del hombre. No se trata de una libertad cualquiera: es la libertad del ser humano que ha sido hecho capaz de pronunciar su palabra y ofrecer su servicio delante de Dios.
Dios se nos ha hecho tan cercano en Jesús –somos tan libres a su lado- que a veces dejamos de ser conscientes de que dicha libertad es nuestra condición más propia. Vemos al Señor yendo y viniendo entre los hombres, lo vemos hablándolos y dejándose preguntar por ellos, tocándolos, esperándolos, corrigiéndolos, entrando en sus casas, sentándose a sus mesas. Y nos parece que su cercanía es una obviedad, algo que es así y no puede ser de otra manera: quizá a veces nos sintamos lejos del querer de Dios pero no solemos dudar de que Él tiene que estar al alcance de nuestro querer.

Sin embargo, la libertad de que gozamos no es una prerrogativa del hombre, sino un fruto de la liberalidad de Dios. Un Dios que pudo haber permanecido oculto en la esfera de su gloria, alejado de toda volubilidad humana. Pero Él nos habló y nos dio la libertad de hablarle; se entregó a nosotros y nos dio la libertad de entregarnos a Él. Lo dice Isaías, en una imagen que bien puede aplicarse al mismo Cristo: «Yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda, (...) las mejillas, (...) el rostro». En Jesús, Dios hizo posible que nos relacionásemos con él por nuestra propia voluntad, incluso hasta el extremo de poder pleitear contra él y hasta condenarle en un juicio sumarísimo.

El evangelio muestra con claridad esta libertad mayúscula de que gozamos. Tenemos, en primer lugar, una palabra libre ante Dios: «¿Soy yo acaso, Maestro?», pregunta Judas. «Tú lo has dicho», dice Jesús. Nuestra palabra tiene consistencia delante de Cristo, incluso cuando es una palabra blasfema, envenenada. Tenemos también, en segundo lugar, una misión libre ante Dios: «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?», dicen los discípulos. «Id a la ciudad», dice Jesús. Nuestro servicio tiene consistencia delante de Cristo, incluso si es un servicio torpe o ingenuo. Podemos inquirir a Cristo y obedecerle, podemos hablarle y servirle... Ahora bien, nuestra palabra y ofrenda, que son libres ante Dios, acabarán corrompiéndose si no se convierten poco a poco en lo que están llamadas a ser: palabra y ofrenda libres con y para Dios.

Dejemos hoy que la libertad del hombre llegue hasta nosotros en todo su misterio, que Cristo nos diga a cada uno: «Tú lo has dicho». Y al hablarle, ¿será nuestro diálogo el culmen de la amistad o el comienzo del desencuentro?

Fraternalmente:
Adrián de Prado Postigo, cmf.

fuente del comentario CIUDAD REDONDA

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