sábado, 27 de octubre de 2018

Meditación: Lucas 13, 1-9

Jesús continuó enseñando lo que significa ser discípulo suyo, y la necesidad de arrepentirse del pecado.

Los judíos de esa época pensaban que las catástrofes que ocurrían eran castigos por el pecado; por eso dos personas le pidieron a Jesús que explicara dos desastres ocurridos en el lugar. Aparentemente, unos galileos que ofrecían sacrificios en el templo en Jerusalén fueron atacados y muertos por soldados romanos y su sangre mezclada con la de los animales sacrificados. El segundo desastre fue probablemente un accidente de construcción ocurrido en Siloé. Jesús no rechazó la idea de que pudiese haber una conexión entre el pecado y la calamidad, pero sí rechazó la noción de que la calamidad fuera una muestra de la gravedad de los pecados.

La buena suerte o el desastre no son buenos indicadores de la vida espiritual de alguien (Mateo 5,45); además, el juicio caerá sobre los que no se hayan arrepentido de sus pecados (Lucas 13, 3.5). Jesús siempre nos perdonará, por muy graves que sean nuestros pecados, porque siempre nos da la oportunidad de acudir a su lado con humildad y corazón contrito para recibir perdón y reconciliación. Los que no se arrepientan experimentarán la condenación al momento del juicio final.

Tan devastador es el efecto del pecado que nos separa completamente de Dios; por eso Jesús fue enviado a sufrir y morir para borrar nuestros pecados y reconciliarnos con el Padre. San Pablo escribió a los romanos: “Tú desprecias la inagotable bondad, tolerancia y paciencia de Dios, sin darte cuenta de que es precisamente su bondad la que te está llevando a convertirte a él. Pero tú, como eres terco y no has querido volverte a Dios, estás amontonando castigo sobre ti mismo para el día del castigo, cuando Dios se manifestará para dictar su justa sentencia” (Romanos 2, 4-5).

La parábola de la higuera (Lucas 13, 6-9) representa la compasión de Dios y la tardanza de su juicio, a fin de que nos arrepintamos y evitemos las consecuencias del pecado. Podemos, pues, regocijarnos a pesar de la gravedad de nuestro pecado, pero no debemos jamás posponer la hora de reconciliarnos con Dios mediante el arrepentimiento.
“Dios mío, me arrepiento de mis pecados. Prefiriendo el mal y omitiendo el bien he pecado contra ti, a quien amo sobre todas las cosas. Me propongo firmemente, con la ayuda de tu gracia, hacer penitencia, no volver a pecar y evitar todo lo que me lleve al pecado.”
Efesios 4, 7-16
Salmo 122(121), 1-5
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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