martes, 8 de septiembre de 2015

María, primicia de la nueva creación

    En el principio, el hombre fue creado de una tierra pura, sin mancha. (Gn 2,7) Su naturaleza quedó privada de su dignidad primera cuando fue despojada de la gracia por la caída en la desobediencia y arrojada fuera del país de la vida. En lugar de un paraíso de delicias sólo podía transmitirnos una vida corruptible como patrimonio de herencia, una vida de la que se seguiría la muerte con su consecuencia, la corrupción de la raza. Todos habíamos preferido el mundo de aquí abajo a aquel de arriba. No quedaba ninguna esperanza de salvación. Nuestra naturaleza caído clamaba al cielo en ayuda suya. No hay ninguna ley que pudiera curar nuestra enfermedad. En fin, en su beneplácito, el divino artesano del universo decidió renovar el mundo, crear otro mundo –todo armonía y juventud- de donde se echaría el contagio del pecado y de la muerte que es su compañera. Una vida nueva, libre y liberada nos sería ofrecida en el bautismo donde encontraríamos un nuevo nacimiento divino...

    ¿Cómo se realizaría este designio? ¿No era conveniente que, en un principio una virgen pura y sin mancha, se pusiera al servicio de este plan misterioso, y concibiera en su seno al ser infinito, trascendiendo toda ley natural?... Al igual que en el paraíso, donde Dios sacó de la tierra virgen y sin mancha un poco de lodo para formar al primer Adán, así en el momento de la encarnación se sirvió de otra tierra, es decir: de esta virgen pura e inmaculada, elegida entre todas las criaturas. En ella nos recreó de nuevo a partir de nuestra sustancia misma y llegó el nuevo Adán, creador de Adán, para que el antiguo fuera salvado por el nuevo y eterno.

San Andrés de Creta (660-740), monje y obispo
Sermón 1 para la Natividad de la Virgen María; PG 97, 812-816

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