miércoles, 24 de febrero de 2016

Meditación: Mateo 20, 17-28


No es fácil llevar una vida cristiana y al mismo tiempo tratar de dominar el egocentrismo. Por eso, el caso de Santiago y Juan es fuente de gran consuelo, porque fueron un excelente ejemplo de la batalla que se libra entre la naturaleza humana caída y la vida del espíritu que nos ofrece Jesús.
Estos dos discípulos habían renunciado a muchas cosas para seguir al Señor y grande fue su recompensa: tuvieron el privilegio de ver, no sólo los milagros de Jesús, sino también la gloria de su transfiguración. Sin embargo, después de tanto tiempo con el Señor, estos dos hermanos pidieron algo increíble. En realidad, actuaron de un modo tan maquinador que consiguieron ¡que su madre hablara por ellos! Si bien la mayoría de los maestros se habrían sentido frustrados teniendo discípulos como éstos, Jesús no se molestó ni los reprendió, sino que aprovechó la oportunidad para enseñar a todos cuál es el camino de la verdadera grandeza.
De todas maneras, a pesar de ese egoísmo momentáneo, Santiago y Juan llegaron a ser pilares de la Iglesia, y por eso la historia de ellos nos sirve de aliento. Por muy “desviados” que estemos, Dios está siempre trabajando en nosotros para separar la carne y el espíritu, el pecado y la justicia. El Señor conoce todas nuestras faltas, pero a pesar de todo nos ama y sigue enseñándonos, tal como lo hizo fielmente con Santiago y Juan.
El Señor puede y quiere librarnos de todo lo que nos impide acercarnos más a su lado. Todo lo que nos pide, aunque a veces sea difícil, es renunciar al pecado y rendirnos en sus manos con plena confianza y obediencia. Jesús nos ofrece el mismo “trago amargo” que les ofreció a Santiago y Juan. Es el trago del sufrimiento, y a la vez es un cáliz de bendición. Cuando bebemos este trago, llegamos a descubrir todos los beneficios de ser hijos de Dios y conocemos al Padre íntimamente, como Jesús lo conoce, aun cuando veamos más claramente nuestras faltas y la manera como desobedecemos al Señor. Abramos el corazón y dejemos que Cristo nos permita ver los pecados que tenemos, para arrepentirnos de corazón y llenarnos de su gracia y su amor.
“Jesús, Señor mío, ayúdame a experimentar tu amor misericordioso cada día. Te presento mis pecados para que me perdones, me purifiques y me enseñes a caminar por tus sendas.”
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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