Juan 7, 46
Los jefes religiosos, los maestros de la ley y los intelectuales de Jerusalén discutían sobre quién era Jesús, pero quienes tenían la mejor respuesta eran probablemente los guardias del Templo: “Nadie ha hablado nunca como ese hombre.” A diferencia de los eruditos y los teólogos de aquellos días, estos soldados no tenían ideas preconcebidas y aceptaban con sencillez las palabras de Jesús sobre el amor de Dios.
Este contraste plantea una interrogante para nosotros: ¿Cómo distinguimos entre el conocimiento beneficioso y el dañino? San Pablo advirtió a sus discípulos que el conocimiento por sí mismo “hincha de orgullo” pero el amor “edifica” y añadió una afirmación audaz aunque a menudo malentendida: “Y si alguno piensa que ese conocimiento le basta, no tiene idea de lo que es el verdadero conocimiento. Pero aquel que ama a Dios, es verdaderamente conocido por Dios” (1 Corintios 8, 2-3).
La mente que Dios nos dio tiene una capacidad asombrosa. En este sentido, el conocimiento es valioso. No obstante, hay un punto en el cual el conocimiento puede ser un ídolo, cuando uno comienza a atesorar lo que sabe más de lo que atesora a Dios, que nos dio la capacidad de aprender. Todo conocimiento verdadero —sea práctico, teológico o filosófico— tiene el propósito de ayudarnos a amar a Dios y servir al prójimo; es decir, ayudarnos a compartir su buena nueva y edificar su Reino aquí en la tierra.
Los guardias probablemente sabían que los fariseos rechazarían los buenos comentarios que ellos hacían sobre Jesús y que se meterían en problemas por no haberlo arrestado; pero no acataron las órdenes porque las palabras del Señor les llegaron al corazón. En cambio, los enemigos de Jesús, que decían conocer a Dios, maldijeron a Jesús y trataron de deshacerse de él con más fuerza.
La arrogancia lleva al engreimiento; en cambio la humildad hace sopesar con cuidado las motivaciones. La arrogancia lleva a preferir los propios pensamientos y torcer la verdad cuando no nos conviene revelarla; la humildad nos hace escuchar sinceramente y juzgar la verdad por su propio mérito. ¿No es mejor elegir siempre el camino de la humildad y no hincharse de orgullo y de un sentimiento de superioridad?
“Señor mío Jesucristo, dame la gracia de la humildad y la honestidad, para que siempre escuche tu voz, porque ¡no hay nadie que hable como tú, Señor!”
Jeremías 11, 18-20
Salmo 7, 2-3. 9-12
Fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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