miércoles, 18 de marzo de 2015

DESEAR Y SUPLICAR EL DON - Don de lágrimas parte XVIII


DESEAR Y SUPLICAR EL DON
Don de lágrimas parte XVIII

Cuentan que San Francisco de Asís hizo una experiencia tan profunda del amor del Padre que creía que su corazón iba a explotar.

Entonces, se puso a gritar con los ojos desbordados:

¡¡Basta!, ¡Basta!”
El amor del Padre despedaza el corazón de piedra. Y si el alma es tocada por un rayo de su misericordia, no sabe responder de otra manera sino entre lágrimas.

San Simeón, el santo de la compunción, compuso un himno de amor al Espíritu de Dios. En medio de su declaración, el llama al Espíritu Santo de “horno de fuego, frescura de la fuente”, “dulzura que cura nuestras manchas”, “fuego del corazón”, “Aquel que hace arder de amor y hiere sin espada”. De las profundidades de la muerte, el Espíritu saca una vida nueva. Si él está presente, “la noche llega a ser día”.

San Simeón dice que experimentó todo eso en medio de las lágrimas, porque ellas muestran por fuera lo que Dios está haciendo por dentro en el corazón. Ellas son señal del toque de Dios. Y el Espíritu Santo transforma todo lo que toca.

Es tan grande esa gracia que muchos cristianos pasaron su vida suplicando a Dios por ella. El Espíritu Santo es “dulzura que cura nuestras manchas”, porque no sólo purifica por fuera, sino también por dentro. Con nuestras lágrimas, el lava y purifica todo pecado. Arranca las manchas del alma y santifica el corazón. Él es “la frescura de la fuente” porque refrigera en la angustia, da alivio y reanima y llena de alegría. Entre lágrimas, nace la nueva criatura, que Dios sacó de las tinieblas a la luz de una nueva vida. Es la resurrección del alma. Esas mismas lágrimas ahogan los vicios pecaminosos, desintoxican nuestra imaginación. Con ellas cesa toda agitación interior. Muy lejos de alienar, se trata de un llanto que da humildad, hace asentar los pies en el suelo, tirando por tierra todo orgullo: es la máxima expresión de un corazón rendido a Dios.

San Pedro Damián, contando al respeto de San Romualdo dice: “Varias veces se esforzaba por romper en lágrimas, pero por más que lo intentase, no conseguía alcanzar la perfecta compunción del corazón. Cierto día, mientras recitaba los salmos, encontró el siguiente versículo:
“Voy a instruirte e indicarte el camino a seguir, no perdiéndote de vista”. De repente brotó de sus ojos un río de lágrimas y su mente fue abierta a la inteligencia de las sentencias de las Escrituras tanto que, mientras vivió y siempre que lo quisiese, fáciles y copiosas lagrimas brotaban de sus ojos mientras recibía la revelación de los misterios de las Escrituras. Con mucha frecuencia, eran tan arrebatado por la contemplación de las cosas celestes, que se deshacía en lágrimas y, abrasado por indecible ardor, gritaba: “Amado, amado Jesús, mi dulce miel, mi deseo inefable, dulzura de los santos, suavidad de los ángeles”, y otras cosas por el estilo”.

No conseguimos expresar en nuestro humano modo de hablar, aquello que el Espíritu Santo pronuncia lleno de júbilo. En efecto, así dice el apóstol: “Nosotros no sabemos cómo conviene orar, pero el Espíritu ora en nosotros con gemidos inenarrables”. Es por eso que San Romualdo nunca quería celebrar la Misa delante de muchos porque no conseguía contener el río de lágrimas.

Cuantas veces hasta de personas muy buenas y fieles a Jesús, oímos frases como éstas: “Ah! Eso no es para mí, eso es para los santos; y yo bien sé los pecados que tengo”. O también oímos: “Entiendo, Sólo que esas cosas acontecían en aquel tiempo, hoy ya no es así”. Pero mira bien: los apóstoles siempre supieron y dejaron claro que los santos son todos los cristianos, porque todos estaban repletos del Espíritu Santo y llenos de dones carismáticos. San Pablo mismo los llama de santos en sus cartas. Y para aquellos que dicen: “Eso no es para mí. Esta fuera de mi alcance. Yo jamás voy a recibir un don como este. Es imposible!” San Simeón responde: “si eso fuese posible, esos hombres de Dios jamás habrían recibido del Espíritu tal gracia. Porque “de hecho, como nosotros, ellos también eran hombres y nada tenían más que nosotros, a no ser la voluntad vuelta para el bien, el celo, la paciencia, la humildad y la caridad para Dios. Puedes, por lo tanto, adquirir todo eso; y, en ti, esa alma –actualmente de piedra- ha de volverse fuente de lágrimas”. Por último, Simeón advierte: Si rechazas ese don, al menos, evita decir que es algo imposible.

Márcio Mendes
Libro "O dom das lágrimas"
editorial Canção Nova.
Adaptación del original en português

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