miércoles, 18 de marzo de 2015

MANIFESTACIÓN DE LA PRESENCIA Y DE LA FUERZA DE DIOS


MANIFESTACIÓN DE LA PRESENCIA Y DE LA FUERZA DE DIOS.
Don de lágrimas parte XIX

En la Sagrada Escritura, en la vida de la Iglesia y en la intimidad de la oración de los hombres y mujeres de todos los tiempos, el llorar es una señal que manifiesta de manera punzante la presencia del Espíritu Santo. Ciertamente, muchas veces encontramos personas que creen que las lágrimas en la oración no pasan de ser fruto de la fantasía o aún, de un mero emocionalismo. Y, en algunos casos, ellas tienen razón, porque el don de lágrimas tiene más que ver con lo que se derrama del corazón que con aquello que se derrama de los ojos. No basta provocar los sentimientos y llorar por dentro, el corazón no cambia. Antes que nada es necesario que las lágrimas sean interiores: de nada sirve llorar por fuera si adentro el corazón poco es tocado, si queda indiferente y frío. El don de lágrimas disuelve el corazón de piedra, derrite el hielo del alma, consume todas nuestras escorias en el fuego del amor de Dios.

Fue por eso que, cuando Jesús se apareció a los discípulos, les censuró la incredulidad y la dureza del corazón (cfr. Mc 16,14). Les reprendió para liberarlos de un mal que mantiene el alma paralizada, dormida. Dice la Sagrada Escritura que el endurecimiento del corazón es el motivo por el cual muchas personas enflaquecieron, perdieron el gusto por la vida, quedaron tristes y cada vez más se apartaron de Dios (cfr. Ef 4,18)

Los profetas sabían que el corazón endurecido era una desgracia para el pueblo. Y continuaba siéndolo. El Espíritu revela que una persona que no se abre a la acción de Dios no puede ser curada por él: “El Corazón de éste pueblo se ha endurecido. Se han tapado los oídos, y cerrados los ojos; tienen miedo de ver con sus ojos y de oír con sus oídos, pues entonces comprenderían y se convertirían, y yo los sanaría” Hch 28,27

Algunas veces pienso que Jesús se espanta con la dureza de mi corazón. Y como un padre preocupado con la seguridad y la felicidad de su hijo, también me dice a mi: “¿Será que tu corazón es así tan insensible?!” (cfr. Mc 8,17) Con su amor Dios me conmueve y libera de toda dureza.

Esa insensibilidad endurece y mancha el alma. Es como si fuese una lepra. El pecado es la lepra del corazón. Sabiendo que nada podemos contra esa dolencia, Dios mismo promete: “Derramaré sobre ustedes aguas puras que los purificarán de todas su inmundicias y de todas las abominaciones. Les daré un corazón nuevo y en ustedes pondré un espíritu nuevo: tiraré de su pecho el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 36,25-26) El corazón nuevo que Jesús vino a traer solo es posible mediante el Espíritu Santo que lava nuestras inmundicias y ablanda nuestra dureza. “Si es imposible lavar la ropa sucia sin agua, todavía es más imposible, sin lágrimas, limpiar el alma de sus manchas y suciedades”, dice San Simeón.


En cuanto a eso, los hombres de Dios son de una misma opinión, sean ellos llamados carismáticos, místicos o santos: es necesario buscar con todas las fuerzas y desde el fondo del alma la compunción, porque por las lágrimas ella limpia el corazón. Al mismo tiempo, purifica los sentimientos y calma las pasiones, arranca de nuestros deseos toda basura y toda inmundicia, como si fuesen tumores. Simeón afirma que, sin las lágrimas del alma todo es imposible, pero con ellas y por medio de ellas, la compunción limpia, purifica y cura.

Márcio Mendes
Libro "O dom das lágrimas"
editorial Canção Nova.

Adaptación del original en português

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